“La única cosa peor que un mentiroso, es un mentiroso que también es hipócrita”
Un amigo me reprochaba el otro día
mi «exceso de sinceridad». Y me aconsejaba jovialmente que aprendiese a «nadar
y guardar la ropa, que es lo que ahora se estila y conviene». Mi amigo, en fin,
me recomendaba que fuese hipócrita, que emboscara o disimulara mis opiniones.
Pero creo que mi amigo estaba errado
en su juicio. Sobre todo, porque atribuía a la palabra ‘sinceridad’ un sentido
que hoy no tiene. Yo siempre he mirado con reticencias a quienes se proclaman
«sinceros»; pues la sinceridad (con su hermanita gemela, la
‘autenticidad’) es con frecuencia la coartada emotiva, el traje de los
domingos que adoptan los instintos más egoístas para hacerse respetables.
Es una idea comúnmente aceptada (proveniente del psicoanálisis, pero extendida
por doquier) que la represión de las tendencias instintivas produce neurosis y
que sólo la sinceridad (entendida como liberación de los instintos) devuelve al
hombre la salud. Y, si reparamos en el ámbito artístico, descubriremos que al
artista se le demanda hoy, por encima de todo, espontaneidad. A este afloramiento
de los sentimientos y apetitos naturales es a lo que nuestra época denomina
‘sinceridad’.
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