martes, 30 de agosto de 2005

El ruido

Se trata de un grave problema que afecta la salud física y metal de las personas. Provoca perturbaciones en el trabajo, el sueño, el descanso e incluso problemas sicológicos y fisiológicos.

La temporada sádica

Por fin llegó el ansiado buen tiempo (al menos cuando esto escribo) y con él la eclosión máxima de lo que más gusta y satisface a la mayoría de los españoles, a saber: el ruido. Hace ya mucho que sólo tenemos un rival mundial en este aspecto, el Japón, como es sabido. Una temporada son los japoneses quienes quedan primeros en la lista de países ruidosos y a la siguiente somos nosotros, y así se pasan las décadas, sin que nadie haga nada por remediarlo. Algunos Ayuntamientos, el de Madrid entre ellos, anuncian una denodada lucha contra el estruendo, algo mucho más dañino que el tabaco y los coches, porque no sólo afecta a la salud física sino sobre todo a la psíquica (no es de extrañar, por tanto, que tantos de nuestros políticos estén desequilibrados). Lo anuncian, claro está, en el periodo electoral, porque luego, una vez establecidos, son sin duda los que causan más estrépito, eminentemente con las disparatadas, injustificables y obsesivas obras. Ya saben que Madrid se lleva en esto la palma, y que de nada ha servido la sustitución del charanguero alcalde Manzano por el musical Gallardón.

¿que es el ruido? El ruído es un sonido incómodo y desagradable. La física define los sonidos como una energía generada por una fuente sonora que emite ondas mecánicas longitudinales que se transmiten en un medio con una determinada frecuencia. Los medios donde se propagan los sonidos pueden ser sólidos, líquidos o gaseosos.

Yo tenía la esperanza de que, como todo melómano auténtico, él amara también el silencio. Pero se conoce que, más que cualquier otra afición o tendencia, pesa la excitación de verse, con casco, dirigiendo tuneladoras, martillos neumáticos y taladradoras, en permanentes viajes falsos hacia el centro de la Tierra. Si a eso añadimos que los servicios de limpieza contratados desde hace años por muchos de nuestros ediles han desechado las calladas escobas en favor de máquinas con monstruosos motores ensordecedores, nos encontramos con que los supuestos encargados de poner freno a los ruidos son sus productores más entusiastas y desconsiderados. Es como si la policía se dedicara a atracar bancos y transeúntes, a cometer asesinatos y a poner bombas, y por supuesto no se detuviera nunca a sí misma. Ya sé que esto ya ocurre en algunos países americanos: a su altura estamos, en lo referente al ruido.

Así, pese a las mendaces promesas, todo sigue igual en cuanto al estruendo. Pero no –miento–; no sigue igual, sino que empeora: como nada se está nunca quieto, y en España está comprobado que la disminución del ruido ni puede ni quiere darse, no dejan de buscarse medios para incrementarlo. No sé si lo habrán observado, pero yo he registrado nuevos focos de lo que tan hipócritamente llaman "contaminación acústica" quienes más contaminan.

Sus tímpanos están resguardados por ordenanzas que prohíben los ruidos molestos, aunque no siempre se cumplen.

He aquí unos pocos ejemplos: como casi nadie está dispuesto a esforzarse, el uso de altavoces, bocinas, megáfonos, micrófonos y amplificadores alcanza a cada vez más profesiones. En mi zona, los vecinos estamos condenados ahora a oír, en leguas a la redonda, los soporíferos y chillones discursos de los guías turísticos, quienes no van a forzar la voz por nada del mundo y, aunque lleven a su cargo a tan sólo diez visitantes, se valen con desparpajo de cualquiera de esos artilugios. Lo mismo hacen la mayoría de los músicos callejeros, que no temen a la disuasoria contradicción de pedir monedas al lado de potentes y lujosos baffles, dignos de discotecasA mí sí me disuaden, y me abstengo de darles ni diez céntimos a cuantos me obligan a escuchar sus matracas desde mucho antes de divisarlos y hasta mucho después de perderlos de vista. Y qué decir de los manifestantes de las cien manifestaciones diarias: éstos no sólo llevan amplificadores varios para sus arengas, sino además, de un tiempo a esta parte, espantosos silbatos que soplan al unísono –no se sabe con qué fin, ya que ni contienen consignas ni hacen pareados-, para perforar los inocentes tímpanos de sus conciudadanos. Otra novedad, aunque no absoluta, es la de los demenciales equipos de música (percusión invariable) a bordo de los automóviles..

El incremento de los niveles de ruido ha crecido de forma desproporcionada en las últimas décadas y sólo en España se calcula que al menos 9 millones de personas soportan niveles medios de 65 decibélios (db), siendo el segundo país, detrás de Japón, con mayor índice de población expuesta a altos niveles de contaminación acústica.

Siempre ha habido descerebrados que se creen en una película de Tarantino mientras avanzan con sus volantes, pero veo con horror que ahora se le ha puesto nombre a la taradez en cuestión –tuning, creo, y los nombres legitiman mucho–, y que nuestras televisiones, habitual caja de resonancia de todas las estupideces nuevas, dedican largos reportajes al fenómeno, tratando de descerebrar a un mayor número de conductores y de dañar, en consecuencia, un número aún mayor de indefensos oídos.

Y por último, la gran plaga: los teléfonos móviles tendrán cada día más prestaciones absurdas, pero no logran mejorar la calidad de su sonido, a tenor de las tremendas voces que pegan cuantos hablan por ellos.

Organización Internacional del Trabajo

Y como por ellos habla todo el mundo, esté donde esté y sobre todo en los trenes, hay que sumar ese guirigay general al descomunal, español ruido ambiente. Hace unos pocos años, al menos, por las calles no existía este actual gallinero, o vocerío indecente. Por fin ha llegado el buen tiempo. En seguida deberán ustedes abrir las ventanas, para no asfixiarse. Quizá así sobrevivan. Pero apréstense a dejar entrar, a cambio, con más fuerza que nunca, todos estos enloquecedores ruidos, y otros que aquí no han cabido.

Javier Marías

El País Semanal, 22 de mayo de 2005

lunes, 29 de agosto de 2005

Las vistas de Corot

El campanario de Douai.En 1871, Corot pintó esta obra (38,5 × 46 centímetros) en el estilo de su primera época. Se conserva en el Louvre.

Fue el precursor del impresionismo. Sus paisajes y su interpretación de la naturaleza crearon escuela. Corot(1796-1875) el pintor que mereció el respeto de Monet o Van Gogh

Sin duda, Camille Corot es una de las figuras centrales de la pintura de paisaje del siglo XIX, que es lo mismo que decir que fue uno de los mayores protagonistas del género a través del cual se dieron las más enconadas batallas para la modernización del arte en este periodo. Ahora, para comprobarlo, se podrá visitar en el Museo Thyssen-Bornemisza, de Madrid, la exposición titulada Corot. Naturaleza, emoción, recuerdo, con 81 cuadros, que posteriormente será exhibida en el Palazzo dei Diamanti, de Ferrara.Vincent Pomaréde, conservador jefe del departamento de pintura del Museo del Louvre, es el comisario de la muestra de este célebre pintor francés, nacido en París el 17 de julio de 1796 y fallecido en esta misma ciudad el 22 de febrero de 1875, pocos meses antes de alcanzar la edad de 79 años. De naturaleza bondadosa, temperamento amable y espíritu en absoluto polémico, nada hubo, sin embargo, en la vida y la obra de Corot que indique perturbación, destemplanza o simple pugna. Nacido en el seno de una familia de clase media, de honestos comerciantes en paños, a los que la buena fortuna les convirtió en agraciados regentes de un comercio importante de modas, jamás conoció la amargura de la estrechez económica y tuvo el talento de acomodarse a las pequeñas contrariedades, que limó con la suavidad de su carácter. Así, supo resignarse a la voluntad paterna de hacer de él, según la tradición familiar, un buen comerciante en paños, a pesar de que relativamente pronto tuvo claro que quería ser pintor, pero, en vez de arrostrar un enfrentamiento directo con su familia, insistía en cada cumpleaños de su padre en obtener la aprobación para la que sentía como segura vocación. Lo consiguió en 1822, a los 26 años, una edad en principio tardía para iniciarse en el estudio artístico, pero fue una victoria sin dramas.

Recuerdo de Montefontaine.Es una característica escena de amanecer, tomada en el parque de Mortefontaine, pequeño pueblo, en el noroeste de París, rehabilitado por José Bonaparte, que lo adquirió a su creador, Le Pelletier, quien le dio un toque inglés, con la naturaleza dejada a su aire, tan sólo alterada por la creación de lagos artificiales. (1864), óleo sobre lienzo, 89 × 65 centímetros. Museo del Louvre. París.Mujer con Mandolina( Museo de Sao Paulo.Trabajador incansable por el puro gusto personal que le producía su oficio, la amplísima producción de Corot nunca muestra la fatiga del quehacer aburrido.

Afortunadamente, su vida fue lo suficientemente larga y su voluntad tan tenaz que no sólo vio logrado su propósito de dedicarse al arte por entero, sino que fue un prolífico pintor que sobrevivió a todas las modas y agitaciones de un siglo plagado de convulsiones. Inició su carrera artística, por ejemplo, cuando empezaba a triunfar el romanticismo, pero sobrevivió a este estilo, al realismo, al naturalismo y casi al impresionismo. Lo curioso es que sucesivamente fue respetado por los miembros de todos estos movimientos, aunque fuera, tal como afirmaba Charle Blanc, de la misma manera que les sucedía a las mujeres prudentes “que conservan en su guardarropa los trajes pasados de moda y, un buen día, debido a las variaciones del gusto, previstas o imprevistas, vuelven a estar de moda”. Es una manera, posiblemente un poco mezquina, de calificar la obstinación de un artista, aunque se tratase del hijo de unos costureros, pero ni este juicio de un crítico de la época, ni tampoco la muy usada apelación al respeto generado por su muy alta edad, que le granjeó el cariñoso mote de Père Corot, disminuyen la resistente calidad de su arte.

La consagración póstuma de Corot se debió a que fue considerado como un precursor del preimpresionismo y del impresionismo, lo cual, en parte, es cierto, pero, si se ahonda en su larga trayectoria, se descubre que, en el fondo, fue su asombrosa capacidad de síntesis la que le ha convertido en una figura perdurable. Discípulo de Michallon y Bertin, cuya concepción neoclásica del paisaje también estamos ahora apreciando cada vez más, los mimbres que configuraron el estilo de Corot fueron mucho más variados e interesantes. Embargado por el sentimiento romántico de instintivo amor por la naturaleza, Corot aunó la visión clasicista –ordenada– del paisaje con un gusto por la espontánea frescura de su vivencia, huyendo, al principio, de los motivos retóricos. Gracias a sus prolongadas estancias en Italia, donde estuvo en tres ocasiones: en 1825, en 1834 y en 1843, supo captar la fragancia luminosa del sur, que ya le acompañó siempre, aunque luego la filtrase con los fondos más grisáceos de su tierra natal, muy adecuada para sacar provecho a la profundidad y los matices del verde. Por otra parte, supo asimismo aprovechar la lección de los grandes maestros franceses del XVII, que también hicieron carrera en Italia, con Poussin y Lorena, pero no por ello dejó de prestar una inteligente atención a su casi contemporáneo Constable, otro paisajista de voluntad remachante y de extraordinaria sensibilidad para sacar lustre poético a los efectos luminosos del motivo más banal. Por último, el nada fatuo Corot supo aprender de todos, antiguos o contemporáneos, porque se sentía por igual a gusto con los paisajistas realistas de la Escuela de Barbizon como con los emergentes impresionistas, algunos de los cuales, como Berthe Morisot, fueron discípulos directos suyos, pero muchos de los mejores restantes, como Sisley, Monet o el mismísimo Van Gogh, hablaron de él con cariño y respeto.

La exposición que se presenta en Madrid es, en cierta manera, una prolongación reducida de la que se celebró en París y en Nueva York el año 1996, con motivo de la celebración del segundo centenario de su nacimiento, y, como ésta, pone de relieve la capacidad de Corot para la recreación de memoria de sus vivencias directas sobre el motivo que elaboraba a veces durante décadas. También en la que ahora se inaugura en el Museo Thyssen se ha destacado la muy relevante atención que este paisajista dedicó a la figura humana, a la que trató de todas las formas posibles, y no sólo como un detalle pintoresco integrado en un rincón natural característico. En este sentido, pintó campesinos, pero también ninfas desnudas, empleando en ambos casos la misma sabia mezcla de realismo y sentido poético. Aún más: también supo extraer toda la sensualidad de la mujer descansando en el rincón del refrescante interior doméstico. Era la antítesis del espíritu provocador y teatral de Courbet, pero su más delicado talante no se arrugaba ante el vigor de los detalles naturalistas, ante esos “primores de lo vulgar” que exaltaba literariamente nuestro Azorín.

Trabajador incansable por el puro gusto personal que le producía su oficio, la amplísima producción de Corot nunca muestra la fatiga del quehacer aburrido. Durante el más de medio siglo en que estuvo pintando sin interrupción, Corot varió de temas y estilo, aunque sin darnos jamás la sensación de falta de unidad, ni, menos, de insinceridad oportunista. Mantuvo siempre una cierta distancia ante el motivo, acercando lo más lejano, como si el cuerpo del paisaje estuviera siempre en el horizonte profundo.

La isla y el puente de San Bartolomeo,1825.La toma de distancia en sus paisajes les otorga una visión nostálgica, una paz bucólica.La odalisca romana (Marietta) 1843.   Corot trató a la figura humana, de todas las formas posibles, y no sólo como un detalle pintoresco integrado en un rincón natural característico

Cierta vez, el pintor y escritor irlandés George Moore se encontró con el maestro abstraído frente a un caballete que parecía copiar el trozo de naturaleza que tenía delante, y de esta experiencia nos dejó un relato muy significativo: “Sólo vi a Corot una vez. Fue en uno de esos bosques de los alrededores de París adonde yo había ido a pintar. Me encontré allí por casualidad con un señor anciano sentado delante de su caballete en medio de un agradable claro. Después de haber admirado su trabajo, me atreví a decirle: ‘Maestro, lo que hace usted es encantador, pero no consigo encontrar en el paisaje que tenemos delante lo que veo en su composición’. Y él respondió: ‘Mi primer término se encuentra allá lejos’, y, en efecto, a unos 150 metros, su paisaje surgía entre las brumas de un vallecillo, extendiéndose más allá de donde alcanzaba la vista hasta un arroyo”. ¿No es acaso este mirar más allá de lo inmediatamente visible donde se fragua el aliento poético del paisaje? Hay un dato muy curioso en la evolución de Corot: durante su primera época, más atento a los efectos de la construcción y de la luz, cuando estaba embelesado por Italia, Corot componía en un formato horizontal, pero cuando, en la madurez, se dejó arrastrar por la vegetación exuberante de los bosques franceses, usó principalmente un formato vertical, siguiendo la línea de los árboles, y dando tonos plateados a los verdes, que destilaban brumas, con una atmósfera aterciopelada, como el marco de una ensoñación en la que cualquier aparición era posible.

Esta toma de distancia, que era tan espacial como temporal, confiere a los paisajes de Corot la impronta de una vivencia nostálgica, que se produce en medio del silencio. Esta paz bucólica, en la que, sin embargo, pueden pasar toda clase de historias, no se logra con el pie forzado de la fantasía, sino con la observación realista de los detalles. Lo que ocurre es que en Corot, por melodramática que pueda parecer la acción representada, no implica ruido: palpita con el viento, como las hojas de sus árboles o el estremecimiento ligero de la hierba.

“Me encuentro bien”, escribió Corot a un amigo en 1872, cuando andaba ya por los 76 años de edad, “trabajo como si tuviera 70 años…”. ¡Qué felicidad sacar esta ventaja a la existencia cuando la vida se torna tan apurada! ¡Se daba tiempo! Corot, desde luego, supo no precipitarse, sino, como dice el refrán castellano, estuvo en el estado de “verlas venir”. Aguantó la indiferencia pública y la incomprensión de la crítica sin resentimiento ni amarguras. Pintó lo que quiso pintar, y, al final, tan requeridos eran sus cuadros, que, poco antes de morir, no podía atender las peticiones de los marchantes y coleccionistas. Falleció, como se dice, “con las botas puestas” y con su taller vacío. Un buen final.

"Corot. Naturaleza, emoción, recuerdo" puede verse en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid a partir del próximo martes 7 de junio hasta el 11 de septiembre.

La campiña romana con el monte Soracte (1828)


FRANCISCO CALVO SERRALLER
EL PAIS SEMANAL - 05-06-2005

sábado, 20 de agosto de 2005

playa de los Tranquilos e Isla de Santa Marina


Playa los Tranquilos. Somo (Cantabria) Posted by Picasa

viernes, 19 de agosto de 2005

Playa de Arenillas

playa del puntal


A la derecha se puede ver Santander, a la izquierda el pueblo de Somo


En el centro el pueblo de Somo y a la derecha pasando el puente la desembocadura de Rio Cubas

miércoles, 3 de agosto de 2005

Dios como problema

JOSÉ SARAMAGO. EL PAÍS - Opinión - 01-08-2005

No tengo ninguna duda de que este artículo, empezando por el título, obrará el prodigio de poner de acuerdo, al menos por una vez, a los dos irreductibles hermanos enemigos que se llaman Islamismo y Cristianismo, sobre todo en la vertiente universal (es decir, católica) a la que el primero aspira y en la que el segundo, ilusoriamente, todavía sigue imaginándose.

En la más benévola de las reacciones posibles, clamarán los biempensantes que se trata de una provocación inadmisible, de una indisculpable ofensa al sentimiento religioso de los creyentes de ambos partidos, y, en la reacción peor (suponiendo que no haya peor), me acusarán de impiedad, de sacrilegio, de blasfemia, de profanación, de desacato, de tantos cuantos delitos más, de calibre idéntico, sean capaces de descubrir, y, por tanto, quién sabe, merecedor de una punición que me sirviera de escarmiento para el resto de mi vida.

Si yo mismo perteneciera al gremio cristiano, el catolicismo vaticano tendría que interrumpir durante un momento los espectáculos estilo Cecil B. de Mille en que ahora se complace, para darse el enojoso trabajo de excomulgarme, aunque, cumplida esa obligación burocrática, se quedaría de brazos caídos. Ya le escasean las fuerzas para proezas más atrevidas, puesto que los ríos de lágrimas llorados por sus víctimas empaparon, esperemos que para siempre, la leña de los arsenales tecnológicos de la primera inquisición.

En cuanto al islamismo, en su moderna versión fundamentalista y violenta (tan violenta y fundamentalista como fue el cristianismo en los tiempos de su apogeo imperial), la consigna por excelencia, todos los días insanamente proclamada, es "muerte a los infieles", o en traducción libre, si no crees en Alá no eres más que una inmunda cucaracha que, pese a ser también una criatura nacida del Fiat divino, cualquier musulmán cultivador de los métodos expeditivos tendrá el sagrado derecho y el sacrosanto deber de aplastarla bajo la babucha con la que entrará en el paraíso de Mahoma para ser recibido en el voluptuoso seno de las huríes.

Permítaseme, por tanto, que vuelva a decir que Dios, habiendo sido siempre un problema, es ahora el problema.

Como cualquier otra persona para quien la situación del mundo en que vive no le es del todo indiferente, vengo leyendo algo de lo que por ahí se escribe sobre los motivos de naturaleza política, económica, social, psicológica, estratégica, y hasta moral, en que se presume que han echado raíces los movimientos islamistas agresivos que están lanzando sobre el denominado mundo occidental (aunque no sólo en ése) la desorientación, el miedo, el más extremo terror.

Fueron suficientes, aquí y allí, unas cuantas bombas de relativa baja potencia (recordemos que casi siempre fueron transportadas en mochilas hasta el lugar de los atentados) para que los cimientos de nuestra tan luminosa civilización se estremecieran y se abrieran brechas, a la vez que se tambaleaban aparatosamente las precarias estructuras de seguridad colectiva con tanto trabajo y gasto levantadas y mantenidas. Nuestros pies, que creímos fundidos en el más resistente de los aceros, eran, a la postre, de barro.

Es el choque de civilizaciones, se dice. Será, pero a mí no me lo parece. Los más de siete mil millones de habitantes de este planeta, todos ellos, viven en lo que sería más exacto llamar civilización del petróleo, y hasta tal punto, que ni siquiera están fuera de ella (viviendo, claro está, su falta) quienes se encuentran privados del precioso oro negro. Esta civilización del petróleo crea y satisface (de manera desigual, ya lo sabemos) múltiples necesidades que no sólo reúnen alrededor del mismo pozo a los griegos y troyanos de la cita clásica, sino también a los árabes y no árabes, a los cristianos y a los musulmanes, sin hablar de los que, no siendo ni una cosa ni otra, tienen, donde quiera que se encuentren, un automóvil que conducir, una excavadora que poner en marcha, un mechero que encender.

Evidentemente, esto no significa que bajo esta civilización del petróleo que es común a todos no sean discernibles los rasgos (más que simples rasgos en ciertos casos) de civilizaciones y culturas antiguas que ahora se encuentran inmersas en un proceso tecnológico de occidentalización a marchas forzadas, y que, sólo con mucha dificultad, ha logrado penetrar en el meollo sustancial de las mentalidades personales y colectivas correspondientes. Por alguna razón se dice que el hábito no hace al monje...

Una alianza de las civilizaciones, en feliz hora propuesta por el presidente del Gobierno español y cuya idea ha sido recientemente retomada por el secretario general de la Organización de Naciones Unidas, podrá representar, en el caso de que llegue a concretarse, un paso importante en el camino de una disminución de las tensiones mundiales de que cada vez parece que estamos más lejos, aunque sería insuficiente desde todos los puntos de vista si no incluyera, como ítem fundamental, un diálogo de religiones, ya que en este caso queda excluida cualquier remota posibilidad de una alianza... Como no hay motivos para temer que chinos, japoneses e indios, por ejemplo, estén preparando planes de conquista del mundo, difundiendo sus diversas creencias (confucionismo, budismo, taoísmo, sintoísmo, hinduismo) por vía pacífica o violenta, es más que obvio que cuando se habla de alianza de las civilizaciones se está pensando, especialmente, en cristianos y musulmanes, esos hermanos enemigos que vienen alternando, a lo largo de la historia, ora uno, ora otro, sus trágicos y por lo visto interminables papeles de verdugo y de víctima.

Por tanto, se quiera o no se quiera, Dios como problema, Dios como piedra en medio del camino, Dios como pretexto para el odio, Dios como agente de desunión. Pero de esta evidencia palmaria no se osa hablar en ninguno de los múltiples análisis de la cuestión, tanto si son de tipo político, económico, sociológico, psicológico o utilitariamente estratégico. Es como si una especie de temor reverencial o de resignación a lo "políticamente correcto y establecido" le impidiera al analista entender algo que está presente en las mallas de la red y las convierte en un entramado laberíntico del que no hemos tenido manera de salir, es decir, Dios.

Si le dijera a un cristiano o a un musulmán que en el universo hay más de 400.000 millones de galaxias y que cada una de ellas contiene más de 400.000 millones de estrellas, y que Dios, sea Alá u otro, no podría haber hecho esto, mejor aún, no tendría ningún motivo para hacerlo, me responderían indignados que para Dios, sea Alá, sea otro, nada es imposible. Excepto, por lo visto, añadiría yo, establecer la paz entre el islam y el cristianismo, y de camino, conciliar a la más desgraciada de las especies animales que se dice que ha nacido de su voluntad (y a su semejanza), la especie humana, precisamente.

No hay amor ni justicia en el universo físico. Tampoco hay crueldad. Ningún poder preside los 400.000 millones de galaxias y los 400.000 millones de estrellas que existen en cada una. Nadie hace nacer el Sol cada día y la Luna cada noche, incluso cuando no es visible en el cielo. Puestos aquí sin saber por qué ni para qué, hemos tenido que inventarlo todo. También inventamos a Dios, pero Dios no salió de nuestras cabezas, permaneció dentro, como factor de vida algunas veces, como instrumento de muerte casi siempre. Podemos decir "aquí está el arado que inventamos", no podemos decir "aquí está el Dios que inventó el hombre que inventó el arado".

A ese Dios no podemos arrancarlo de dentro de nuestras cabezas, ni siquiera los ateos pueden hacerlo. Pero por lo menos, discutámoslo. No adelanta nada decir que matar en nombre de Dios es hacer de Dios un asesino. Para los que matan en nombre de Dios, Dios no es sólo el juez que los absuelve, es el Padre poderoso que dentro de sus cabezas antes juntó la leña para el auto de fe y ahora prepara y coloca la bomba. Discutamos esa invención, resolvamos ese problema, reconozcamos al menos que existe. Antes de que nos volvamos todos locos. Aunque ¿quién sabe? Tal vez ésa sea la manera de que no sigamos matándonos los unos a los otros.

José Saramago es escritor portugués, premio Nobel de Literatura. Traducción de Pilar del Río


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