domingo, 24 de abril de 2005

FRANCO. EL GRAN MANIPULADOR (III)


VALLE DE LOS CAIDOS

Sin embargo, sería absurdo sugerir que Franco era todo imagen, sin nada de sustancia. Al asegurarse la ayuda del Eje, prácticamente garantizó el triunfo, pero su empeño también fue esencial para la victoria de los nacionales. tenía la capacidad-la misma que tiene un buen entrenador deportivo- de mantener la moral de sus seguidores en ebullición. Durante la guerra civil, en los momentos más negros para los nacionales. Levantaba mentes y espíritus con afirmaciones categóricas de lo que denominaba su “fe ciega”. Su serenidad quedó patente repetidas veces con su extraordinaria capacidad de capear temporales en su contra, en los momentos más difíciles de aislamiento internacional al acabar la II Guerra Mundial y durante la guerra fría, cuando él aguantaba sin inmutarse mientras sus consejeros estaban convencidas de que se avecinaba el fin. Esta sangre fría se reflejó en su indiferencia ante las protestas sobre las atrocidades cometidas en las zonas controladas por él durante la guerra civil. El alcance de la represión en la guerra y durante los años cuarenta sorprendió a fascistas italianos como Ciano y Farinacci, e incluso a Himmler. La crueldad de Franco la facilitaban aún más su falta de imaginación y su convencimiento de que era un Cid contemporáneo que había salvado a su nación. A Franco como rey guerrero ( rey caudillo) le excitaba personalmente y, al mismo tiempo, era crucial para lo que pasaba por ideología en su dictadura. En cuadros y carteles, en las ceremonias de su régimen, se creó la impresión de que Franco era omnipotente y capaz de verlo todo, mediante la proyección de una imagen de santo cruzado al que Dios había confiado una misión. Franco salió de la guerra civil con mayores poderes- al menos en teoría- que Felipe II. Y así como antes se había presentado como un cruzado medieval que iba a reconquistar España de manos de los moros, en un paso previo a la construcción de un gran imperio mundial, ahora empezó a considerarse semejante a un gran constructor de imperios como Carlos I o Felipe II. La única forma de lograrlo era subirse al carro de Hitler. Fue una suerte para Franco que el Führer no estuviera preparado para concederle el imperio francés en el norte de África, reconstruir al ejército español y emprender la reconstrucción económica del país. La derrota de Hitler en 1945 significó el final de lo que, hasta ese momento, había sido una cadena casi ininterrumpida de triunfos para Franco. Pero él siempre fue el supremo pragmático. No tenía ninguna visión ideológica de largo alcance que le limitara en sus decisiones, como les había ocurrido a Hitler y Mussolini. No consideró necesario morir en las ruinas del búnquer.

Franco decidió aguantar la hostilidad de los aliados y lo hizo con un grado de astucia e intuición que hace imposible dudar de su extraordinaria inteligencia política. Durante la llamada noche negra del franquismo, su círculo inmediato de colaboradores tenió que llegara el fin de su poder, pero Franco decidió que lo mejor que podía hacer era rescribir la historia de su papel en la II Guerra Mundial. Después de casi 10 años de estar sometido a la adulación diaria, era incapaz de ver las contradicciones entre sus necesidades políticas personales y las de España. Desechó las criticas extranjeras contra su persona y dijo que eran obra de una conspiración masónica contra España. Durante la guerra fría hizo de la prensa una utilización vergonzosa, como instrumento para su supervivencia y para sus caprichos políticos. Se insistió a diario en la noción de que Franco- el hombre que con tanta diligencia había cortejado a Hitler- había salvado personalmente a España de la II Guerra Mundial. Y el ostracismo internacional provocado por su adhesión al Eje se presentó como un perverso asedio internacional motivado por la envidia de los demás países debido a lo que él había hecho por España. La nueva imagen pasó a ser la del heroico comandante de Numancia. Era incapaz de concebir que el descontento de otras personas pudiera tener una explicación objetiva, sino que lo consideraba obra de agitadores comunistas extranjeros y siniestros francmasones. Este alejamiento de la realidad le daba a Franco una confianza total en sí mismo, sin ningún viso de autocrítica. La convicción de que siempre tenía razón le proporcionaba la flexibilidad necesaria para adaptarse sin cesar a los cambios de las circunstancias nacionales e internacionales.
El éxito en esa tarea culminó con la firma del Concordato con el Vaticano ly el pacto con Estados Unidos de 1953. en la cima de su poder, Franco empezaba a forjar una nueva imagen, una nueva máscara: la de padre del pueblo, un papel que, con el paso de los años, se transformaría en la del bondadoso abuelo del pueblo. Sin embargo, a mitad de los años cincuenta, Franco no sólo no había logrado hacer realidad sus sueños imperiales, sino que, al contrario de lo que decía la propaganda del régimen, gobernaba un proceso de empobrecimiento nacional gracias a la política económica de la autarquía. En 1957 era evidente que España estaba al borde de la bancarrota. Franco tenía 65 años, una edad en la que la mayoría de la gente piensa en la jubilación. La dimensión y la complejidad de los problemas económicos de España empujaron a Franco a reconocer que hacían falta mentes más expertas que la suya. En consecuencia, ante el temor de que volviera el gasógeno a las calles españolas, Franco entregó el gobierno cotidiano y concreto del país, muy a su pesar, a los tecnócratas. Ése fue el momento en el que, en la práctica, Franco se retiró del puesto de jefe de Gobierno ejecutivo, par asumir un nuevo papel, mucho más ceremonial, como jefe de Estado. A partir del final de los años cincuenta pudo abandonar gran parte de las preocupaciones del Gobierno y dejó la administración del día a día en manos del almirante Luis Carrero Blanco y su equipo de tecnócratas. Él se quedó con numerosas obligaciones rutinarias que cumplía al estilo de un monarca: recibir a numerosas personas en audiencia, inaugurar obras públicas, presidir las reuniones de los consejos de ministros y asistir a servicios religiosos. Mientras otros se encargaban de las complejas tareas diarias de gobierno, Franco dedicó el resto de su vida a cazar, pescar, ver cine, televisión y fútbol, hacer quinielas y trabajar en el gran proyecto político que le quedaba: la preparación del posfranquismo, una monarquía franquista en la que él iba a escoger a su sucesor.

Por encima de todo siguió siendo intensamente consciente de la importancia de la imagen. Da la impresión de que se creía su propia propaganda. Aunque, por otro lado, su astucia parece contradictoria con semejante desconocimiento de sí mismo. En una ocasión le dijo a Ernesto Jiménez Caballero: Usted no ha sido nunca ministro conmigo, ¿ verdad, Jiménez?”. El famoso surrealista, con la sensación de que se aproximaba en ascenso, se apresuró a responder: “No, excelencia”. Franco replicó con maliciosa tranquilidad: ¿Y por qué será eso?”. Éste es el contexto en el que hay que valorar las frecuentes afirmaciones de Franco de que no era un dictador. era capaz de juzgarse benévolamente a sí mismo con total sinceridad, convencido, en cierto modo, de que el hecho de que dejase hablar a sus ministros en las reuniones del Gabinete compensaba con creces el Estado del partido único, la censura, los campos de concentración y la maquinaria del terror. Además, las decisiones que consideraba verdaderamente importantes las tomaba, muchas veces, al margen del Consejo de Ministros. Dado que podía leer a diario, en la prensa del movimiento, que era el salvador de España, amado por todos menos por los siniestros agentes de las fuerzas ocultas, no es de extrañar que Franco no se considerase un dictador.

Esa opinión la facilitaba aún más el hecho de que Franco tenía una autocomplacencia que le permitía distanciarse, con absoluta sinceridad, de las consecuencias de sus acciones. Durante la II Guerra Mundial hubo muchas ocasiones en las que sencillamente no estaba para nadie, huía de las responsabilidades del Estado y se iba a cazar o a pescar. Así ocurrió durante los días cruciales de la invasión alemana de Rusia en junio de 1941. o durante las primeras horas de la Operación Antorcha, a comienzos de noviembre de 1942, cuando el embajador estadounidense, Hayes, informó al ministro de Asuntos Exteriores, Jordana, de que los aliados no tenían intenciones hostiles respecto a España. Esa misma actitud pudo verse en su forma de abordar la lucha interna por el poder en los años cuarenta. Cuando los militares se le quejaban, él- jefe nacional de FET y de las JONS- hacía caso omiso y decía que “ con estos falangistas nada se puede hacer”,; o decía-él, que era generalísimo de los ejércitos- a Ramón Serrano Súñer que diversas sugerencias eran imposibles porque”con estos militares no se puede hacer nada”. Es conocida la historia de que, cuando su amigo el general Agustín Muñoz Grandes se interesó por el destino de general Camping, en otro tiempo compañero suyo de estudios en la Academia Militar de Zaragoza, Franco contestó:” Le fusilaron los nacionales”, como si él no hubiera tenido nada que ver en el asunto.

La notable falta de una memoria popular duradera sobre el Caudillo es un indicio de la pérdida de relevancia que fue teniendo un Franco cada vez más enfermo durante los últimos años de la dictadura. Un ejemplo es este incidente de 1968 en Santander. Después de una reunión para informar sobre asunto ministeriales, un miembro del Gabinete le pidió que le firmara una fotografía en la que aparecían ambos, junto a otros ministros. Franco aceptó, se puso la gafas, cogió una pluma y vaciló, miró al ministro y le preguntó:”¿Cómo se llama usted?”. Se dice que, a principios de los años sesenta, muchas veces no podía recordar a figuras importantes del régimen y que, cuando le preguntaba a su mujer, doña Carmen le respondía:”Si Paco, ¿no te acuerdas? Ése que le hicimos ministro en el año tal”. El olvido colectivo del Caudillo es además, sobre todo. Consecuencia del desarrollo que ha experimentado España desde 1975. En el año 2000, Franco sigue siendo un personaje contradictorio que, para la mayoría de los jóvenes españoles, parece pertenecer a un lejano pasado histórico.
FRANCO EL GRAN MANIPULADOR. (I) Y (II)