“Yo quiero una España que reconozca los errores históricos y que se empeñe
en acomodarse a los nuevos tiempos, a las necesidades políticas, económicas y
afectivas de sus ciudadanos de las periferias”.
19 octubre 2017
Puedes comprar #LaMarea53 en kioscos y
en nuestra tienda online. Suscripciones anuales desde 22,50 euros.
No soy nacionalista. Ni vasca ni española.
Igual no lo soy precisamente porque soy vasca, porque llegué a la conciencia
política en un contexto en el que la nación, tanto vasca como española,
significaba para mí una especie de pozo negro donde fermentaban el odio, la
polarización y la violencia. Me crié en un ambiente en el que España era los
GAL, la guardia civil de los controles de tráfico, los “maderos” que nos
sacaban a tortas de los bares. España era la monja bigotuda de mi colegio que
se negaba a llamarme Edurne porque era un nombre vasco. España era el imperio
que celebraba el quinto centenario del “descubrimiento” de América sin
reconocer el genocidio indígena. España era lo peor. No nos
acordábamos ni de Lorca ni de Miguel Hernández, ni de Durruti ni de Federica
Montseny. En nuestro imaginario —o en el mío, solo debería hablar
por mí— los españoles admirables lo eran a pesar de sus orígenes. O lo eran
porque se rebelaron contra la España carpetovetónica, la que va de los Reyes
Católicos hasta el Caudillo y sus herederos. Euskal Herria, la otra nación,
tampoco me resultaba mucho más atractiva: era la Arcadia por la que algunos
estaban dispuestos a matar. Con eso bastaba.
Ahora soy consciente de las
limitaciones de mi visión polarizada, tanto de la nación española
como de la vasca. Aun así, sigo creyendo que esa España carpetovetónica existe.
Es la España inmovilista, la monológica, la que mira entre el desprecio y el
odio cualquier demostración de diferencia, la que está dispuesta a sacar los
tanques en defensa de una constitución fallida y defectuosa. Es la España que
se aferra a una legalidad que parece escrita no por seres humanos, con las
limitaciones propias y de su contexto histórico, sino por un dios omnisciente
que ha marcado su ley en unas tablas sagradas invariables, eternas,
irrevocables. Es la España que cuando se habla de la dispersión de presos dice
“que se jodan”, la que piensa que si a un detenido le torturan, “algo habrá
hecho”.
Es la que no reconoce el feminicidio ni ampara
como debiera a las mujeres y niños víctimas del abuso, la que cuestiona la
ley de matrimonio homosexual. Es la que condena con la cárcel a gente que
cuelga un chiste en Twitter pero se calla, cómplice, cuando un torero enarbola
la bandera con el aguilucho franquista o cuando un cura dice desde el púlpito
que con Franco se vivía mejor. Es la que defiende que desenterrar a los muertos
de las cunetas y devolverlos a sus familiares en duelo eterno significa reabrir
la herida de la Guerra Civil. Es la que cierra sus puertas a los refugiados, la
que dice que se queden en sus casas si no se quieren morir ahogados en el mar.
Esa España existe, no es minoritaria, vota en las elecciones, elige a sus
representantes. A esa España yo no la quiero.
Pero sé que hay otra España, una con la que se podría construir la que yo
deseo. No soy politóloga ni abogada ni juez. No sé qué mecanismos se pueden
crear para mejorar la Constitución ni cómo habría que cambiar las leyes para
poder desarmar a esa otra España ruin. Para sentirme ciudadana en este país,
para aceptar a España como una nación con la que me siento identificada, que
reconoce mis derechos y mi diferencia, tendrían que cambiar mucho las cosas.
Yo quiero una España en
la que hablar en lengua propia, ya sea el catalán, el gallego, el euskera, el
bable o cualquiera de los idiomas o dialectos que pueblan nuestro Estado, no
sea objeto de linchamiento colectivo, como vimos a cuenta de las comunicaciones
de los Mossos durante el atentado de Barcelona. Una España que reconozca los
errores históricos y que se empeñe en acomodarse a los nuevos tiempos, a las
necesidades políticas, económicas y afectivas de sus ciudadanos de las
periferias. Una España que penalice el feminicidio pero no la libertad de
expresión, solidaria con los más desfavorecidos de dentro y de fuera. Me
llamarán ingenua, adanista, pero me da igual. A mí me han preguntado qué
España quiero, no qué España creo que sea posible. El deseo a veces
es incompatible con la realidad, pero sin deseo tampoco hay futuro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario