viernes, 10 de noviembre de 2017

LA ESPAÑA QUE DESEO

“Yo quiero una España que reconozca los errores históricos y que se empeñe en acomodarse a los nuevos tiempos, a las necesidades políticas, económicas y afectivas de sus ciudadanos de las periferias”.
19 octubre 2017


EDURNE PORTELAredaccion@lamarea.com
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No soy nacionalista. Ni vasca ni española. Igual no lo soy precisamente porque soy vasca, porque llegué a la conciencia política en un contexto en el que la nación, tanto vasca como española, significaba para mí una especie de pozo negro donde fermentaban el odio, la polarización y la violencia. Me crié en un ambiente en el que España era los GAL, la guardia civil de los controles de tráfico, los “maderos” que nos sacaban a tortas de los bares. España era la monja bigotuda de mi colegio que se negaba a llamarme Edurne porque era un nombre vasco. España era el imperio que celebraba el quinto centenario del “descubrimiento” de América sin reconocer el genocidio indígena. España era lo peor. No nos acordábamos ni de Lorca ni de Miguel Hernández, ni de Durruti ni de Federica Montseny. En nuestro imaginario —o en el mío, solo debería hablar por mí— los españoles admirables lo eran a pesar de sus orígenes. O lo eran porque se rebelaron contra la España carpetovetónica, la que va de los Reyes Católicos hasta el Caudillo y sus herederos. Euskal Herria, la otra nación, tampoco me resultaba mucho más atractiva: era la Arcadia por la que algunos estaban dispuestos a matar. Con eso bastaba.
Ahora soy consciente de las limitaciones de mi visión polarizada, tanto de la nación española como de la vasca. Aun así, sigo creyendo que esa España carpetovetónica existe. Es la España inmovilista, la monológica, la que mira entre el desprecio y el odio cualquier demostración de diferencia, la que está dispuesta a sacar los tanques en defensa de una constitución fallida y defectuosa. Es la España que se aferra a una legalidad que parece escrita no por seres humanos, con las limitaciones propias y de su contexto histórico, sino por un dios omnisciente que ha marcado su ley en unas tablas sagradas invariables, eternas, irrevocables. Es la España que cuando se habla de la dispersión de presos dice “que se jodan”, la que piensa que si a un detenido le torturan, “algo habrá hecho”.
Es la que no reconoce el feminicidio ni ampara como debiera a las mujeres y niños víctimas del abuso, la que cuestiona la ley de matrimonio homosexual. Es la que condena con la cárcel a gente que cuelga un chiste en Twitter pero se calla, cómplice, cuando un torero enarbola la bandera con el aguilucho franquista o cuando un cura dice desde el púlpito que con Franco se vivía mejor. Es la que defiende que desenterrar a los muertos de las cunetas y devolverlos a sus familiares en duelo eterno significa reabrir la herida de la Guerra Civil. Es la que cierra sus puertas a los refugiados, la que dice que se queden en sus casas si no se quieren morir ahogados en el mar. Esa España existe, no es minoritaria, vota en las elecciones, elige a sus representantes. A esa España yo no la quiero.
Pero sé que hay otra España, una con la que se podría construir la que yo deseo. No soy politóloga ni abogada ni juez. No sé qué mecanismos se pueden crear para mejorar la Constitución ni cómo habría que cambiar las leyes para poder desarmar a esa otra España ruin. Para sentirme ciudadana en este país, para aceptar a España como una nación con la que me siento identificada, que reconoce mis derechos y mi diferencia, tendrían que cambiar mucho las cosas.

Yo quiero una España en la que hablar en lengua propia, ya sea el catalán, el gallego, el euskera, el bable o cualquiera de los idiomas o dialectos que pueblan nuestro Estado, no sea objeto de linchamiento colectivo, como vimos a cuenta de las comunicaciones de los Mossos durante el atentado de Barcelona. Una España que reconozca los errores históricos y que se empeñe en acomodarse a los nuevos tiempos, a las necesidades políticas, económicas y afectivas de sus ciudadanos de las periferias. Una España que penalice el feminicidio pero no la libertad de expresión, solidaria con los más desfavorecidos de dentro y de fuera. Me llamarán ingenua, adanista, pero me da igual. A mí me han preguntado qué España quiero, no qué España creo que sea posible. El deseo a veces es incompatible con la realidad, pero sin deseo tampoco hay futuro.

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