Sexo salvaje
Ranas promiscuas. Bonobos que usan el sexo para resolver conflictos sociales.
Cisnes gays. Pingüinos tiernos y fieles, como muestra uno de los estrenos cinematográficos del verano, ‘El viaje del emperador’. El sexo está en el aire.
En el de los animales también.
Una pareja de cisnes negros se afana en construir su nido entre la vegetación ribereña de los lagos del suroeste de Australia. Tras poco más de un mes de incubación, el pollo sale del cascarón y el macho adopta una actitud agresiva hacia la hembra hasta el punto de que la acaba expulsando del nido. Inmediatamente, el lugar de la madre lo ocupa otro macho, la pareja de toda la vida del padre, con el que sacará adelante al cisne recién nacido. En otras ocasiones, la pareja homosexual desplaza directamente a la heterosexual de un nido e incuba y cría a los pollos robados. Comprobado, en el reino animal también se dan conductas homosexuales, y los que las asumen son capaces de sacar adelante a su descendencia con éxito; más aún en especies monógamas como los cisnes, fieles toda la vida. Esta conducta, observada ya a principios del pasado siglo, fue corroborada por el biólogo estadounidense Bruce Bagemihl, autor de un libro de referencia sobre el comportamiento animal: Biological exuberance. Animal homosexuality and natural diversity. Mucho antes de que Bagemihl editara en 1999 su voluminosa obra (más de 800 páginas con registros de homosexualidad en más de 450 especies, ballenas y osos incluidos), Vitus B. Dröscher, uno de los más afamados etólogos centroeuropeos junto al Nobel Konrad Lorenz, escribía en 1970: “Los ánsares comunes contraen un matrimonio que dura toda la vida, lleno de fidelidad y sacrificio, pero que tiene también sus escapadas, su prostitución y su homosexualidad”.
Además de uniones heterosexuales y homosexuales, de prostitución y de adulterio, en el reino animal hay hermafroditismo, onanismo, orgías, violaciones, celos, desengaños, divorcios, maltrato conyugal, incestos… Pero también mucho amor, incluso, como se ha visto, fidelidad de por vida. Todo este cúmulo de comportamientos, ampliamente estudiados y demostrados, supone una bofetada de alto rango para aquellos que piensan que el fin único y último de las relaciones sexuales entre animales es la reproducción. “¡Qué error más grotesco! ¡Qué desconocimiento de la diferencia auténtica entre hombre y animal!”, exclama malhumorado Vitus B. Dröscher en su obra La vida amorosa de los animales. “En el universo de los sentimientos”, prosigue, “estamos más bien por debajo de muchos animales, incluyendo, por desgracia, el apartado del amor”. El jabalí, un animal rudo del que aparentemente se pueden esperar pocas sensiblerías amatorias, no va directo al grano cuando macho y hembra entran en celo. Ligeros mordiscos en los lomos, suaves golpes y frotamientos jeta con jeta, y cariñosos hocicazos que semejan besos preceden al coito. En la película El viaje del emperador, de Luc Jacquet, también podemos asistir a largas escenas amorosas entre los pingüinos, buscando el calor de la pareja entre el frío de la Antártida.
Para corroborar que se pueden dar relaciones sentimentales sin que medie una cópula inmediata, nada mejor que el ejemplo del bigotudo. Este pequeño pájaro, menor que un gorrión, frecuenta la vegetación de zonas húmedas, también en España, y debe su nombre a las franjas negras laterales que van de la base del pico a la garganta. El bigotudo comienza sus escarceos amorosos mucho antes de alcanzar la madurez sexual y de que los instintos reproductores le comuniquen que ha llegado la hora de copular. De hecho, si el noviazgo no funciona, pueden romper antes de llegar al apareamiento. Si funciona, hay relación para toda la vida. Entre otras especies, los motivos que dan por cerrada una relación son menos sentimentales. John Coulson, ornitólogo británico experto en el comportamiento de las aves marinas, comprobó durante uno de sus estudios cómo, después de cinco años de relación entre una pareja de gaviotas tridáctilas, el macho rechazaba a la hembra. La vuelta al nido de ésta con dos plumas de la cabeza en punta que la semejaban con una cacatúa provocó un recibimiento a picotazos por parte de su compañero, que la acabó alejando de su lado. Algo similar se observó en una pareja de chorlitejos chicos que llevaban juntos tres años. En este caso fue el macho el que se presentó en el nido, tras el viaje invernal, con una sola pata. La hembra no vio con buenos ojos la mutilación sufrida por el cónyuge y decidió abandonarlo. ¿Sospechas de adulterio? No, los etólogos echan mano de la pérdida del ideal de belleza que tienen unos de otros.
Lo del adulterio pesa poco porque, aunque entre las aves se dan los mayores casos de fidelidad conyugal, hay que diferenciar entre monogamia a escala social y monogamia a escala genética. Varias especies de ánades y aves marinas suelen buscar al compañero o compañera de años anteriores para sacar adelante la nidada. Ahí acaba la monogamia.
En otros órdenes, las diferencias son de tamaño a favor de la hembra, y los resultados, mortales para el macho. Al conocido caso de las mantis religiosas que devoran a su partenaire masculino durante la cópula se une el de algunas arañas. Los machos tienen que hacer verdaderas acrobacias para conseguir colocar su esperma en la abertura sexual de la hembra, ya que ésta es cuatro veces mayor. Después de tanto esfuerzo y de nueve minutos de acoplamiento, ella tira al macho, lo acerca a sus mandíbulas y se lo come. Jordi Moya, investigador de ecología funcional y evolutiva de la Estación Experimental de Zonas Áridas del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), ha estudiado este tipo de comportamientos en la tarántula mediterránea dentro de un trabajo más amplio relacionado con la reversión del rol sexual, y confirma que “los machos pueden constituir un doble recurso limitante, no sólo como donantes de esperma, sino también como presas”.
La agresividad, la violencia y, como se ha visto, el canibalismo están a la orden del día en las relaciones sexuales entre varias especies de animales. Las luchas previas por conseguir a la mejor hembra y las posteriores por retenerlas son características de mamíferos como los elefantes (hasta 10 veces mayores los machos que las hembras), osos (cinco veces) y leones marinos (tres veces), que forman verdaderos harenes con hembras sumisas. Aunque lo de sumisas habría que revisarlo en el caso de los osos marinos, porque aquí las damas someten al pachá a un esfuerzo sexual continuo, y si éste, agotado, no responde, lanzan gritos desesperados que quieren decir algo así como “que venga otro macho, que éste ya no nos sirve”. Enseguida surge un soltero más fuerte que se enfrenta violentamente al macho derrengado por tanta cópula, con lo que las hembras consiguen un semental nuevo y más participativo.
A la hora de la cópula también se dan casos de violencia, aunque muchos de ellos están explicados más desde la lógica humana que desde la necesaria adaptación de las especies al medio y al momento de la reproducción. En este aspecto, los penes desempeñan un papel protagonista y convierten en minucia cualquier artilugio presente en un sex shop. Vaya por delante que este órgano sexual no resulta imprescindible en el reino animal. Lo importante es que se encuentren los óvulos con los espermatozoides, y en ocasiones vale con que peces o bivalvos de ambos sexos suelten de forma sincronizada en el agua millones de estos gametos para que salga adelante una pequeña parte de la descendencia. Incluso se dan casos de reproducción asexuada, en la que la misma descendencia viene al mundo por partenogénesis, es decir, por partición de uno de los miembros de los progenitores. De vuelta al momento del acto sexual directo, una compañera del hogar, la chinche doméstica, muestra en su cuerpo las cicatrices dejadas por el aparato reproductor del macho, algo semejante a una cimitarra puntiaguda. “El macho no busca con ella el orificio sexual de la hembra, que lo tiene, sino que la clava alevosamente en cualquier punto del dorso e inyecta allí su esperma, que llega a los órganos de reproducción a través de la corriente sanguínea”, resume Vitus B. Dröscher. No menos explícito se muestra al describir el pene de las serpientes: “Es un objeto espantoso, del que en estado erecto sobresalen espinas, verrugas y ganchos que le permiten echar literalmente el ancla a la hembra”. Otro pene sobresaliente entre la fauna en cuanto a tamaño no es el del elefante (1,5 metros y 45 kilos) o el de la ballena azul (3,6 metros), sino el del diminuto percebe, que, como casi todo en la naturaleza, tiene su explicación. La imposibilidad de desplazarse de estos crustáceos, fijados a las rocas, ha desarrollado un pene 40 veces mayor que su cuerpo con el objeto de poder alcanzar con él a su pareja.
Puestos a despertar la excitación sexual, los máximos representantes del hermafroditismo dentro del reino animal, los caracoles de tierra, lanzan unos dardos afilados calcáreos sobre las partes blandas de la pareja para estimular el apareamiento. Algunos peces, como el mero y especies de los arrecifes coralinos, también son hermafroditas, pero con un añadido de transformismo debido a que el paso de macho a hembra y viceversa conlleva no sólo cambios hormonales, sino también en los colores y las formas que adornan sus cuerpos.
Hay otros grados de transformismo más psicológicos. En Suramérica habita un roedor, el agutí menor, cuyos machos montan el paripé con tal de obtener el favor de la hembra; adoptan el papel de cría desvalida y falta de cariño que despierta los sentimientos maternales de la hembra, que acto seguido pasa del amor filial al conyugal.
Ni los machos de ranas ni los de chimpancés necesitan de este teatro para conseguir copular. Directamente echan mano de la violación en masa. Entre las ranas, el grado de lascivia ciega es tal que los machos montan a otros que ya están acoplados a una hembra, a individuos de otras especies e incluso a trozos de madera o piedras de tamaño similar al de estos anfibios. En cuanto a las chimpancés, éstas entran en celo una vez cada varios años y les dura escasos días.
Hay ocasiones en las que una sola hembra tiene que aguantar la avalancha de ansiosos chimpancés que hacen cola para saciar su apetito sexual. No ocurre lo mismo con los bonobos, posiblemente los animales que más y mejor saben disfrutar de los placeres del sexo dentro de unas relaciones de absoluta promiscuidad. De entrada, copulan de frente, rasgo que los emparenta aún más con el ser humano. Además, las hembras utilizan el acto sexual para apaciguar el carácter guerrero de los machos, para solucionar otro tipo de conflictos y para conseguir comida. Estas conductas van desde los más sensuales besos en la boca y tocamientos discretos hasta la masturbación, el sexo oral, los juegos eróticos entre crías y las decenas de coitos en una hora por hembra.
El récord de copulaciones, en cualquier caso, lo ostentan los seres más promiscuos de la Tierra, los roedores, que en ocasiones pasan del centenar por hora. Entre otros mamíferos prima la calidad sobre la cantidad; así, el rinoceronte sólo realiza una que dura una hora y media. Pilar Cristóbal, sexóloga, antropóloga y escritora de un reciente libro sobre el comportamiento sexual de los animales, advierte: “La falsa creencia de que el polvo obtenido tras moler los cuernos de rinoceronte es un poderoso afrodisiaco tal vez tenga su origen en la observación de su cópula”. Sin embargo, Cristóbal, consciente de que esta leyenda lleva a la especie al borde de la extinción, remata que, si supieran que parecerse a los rinocerontes significa aspirar a un coito anual, “no pagarían tan caro su cuerno y permitirían que continuaran con sus largas, ruidosas y pacíficas cópulas”.
Más información: ‘También los jabalíes se besan en la boca’ (Pilar Cristóbal, Temas de Hoy). ‘La vida amorosa de los animales’ (Vitus B. Dröscher, Círculo de Lectores y Planeta). ‘Padres y padrazos’ (Jeffrey Masson, Ateles Editores). Revista mensual ‘Quercus’, sección ‘Observatorio de la Naturaleza’. www.quercus.wanadoo.es.
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