Después de que su padre fuera fusilado, a la niña Inés se la queda un juez franquista, Manuel Carrión Bracho, quien, según denuncia la familia, se la apropia como una cosa más. Igual que las pocas pertenencias que tenían, una casa y un trozo de tierra. Inés Franco tenía cinco años. Ahora, con 85, busca los huesos de su padre, Andrés Franco, en una fosa común en Álora (Málaga).
42 nombres y una orden: “Han de ser ejecutados en las primeras horas del día de mañana”. La sentencia de muerte establece la secuencia. “El encargado del Depósito Municipal entregará a las fuerzas del Ejército Nacional a los reos que se encuentran a mi disposición”. Está firmada por “el Capitán Juez Militar”, sin especificar el nombre. Y así se cumple. De madrugada, el 5 de abril de 1937, caen muertos a balazos.
Los fascistas suman aquella noche un puñado de presos más a la ejecución. Las balas atraviesan la carne. Los rebeldes arrojan 60 cuerpos al agujero excavado en el castillo del pueblo. Andrés yace inerte. Asesinado a sangre fría, cubierto de tierra. Sin juicio ni defensa. Solo un papel del Juzgado Militar de Álora que marca el destino.
Para los descendientes de Inés y Andrés pudo haber otro final. Consideran que el magistrado que se quedó con Inés pudo haber impedido la muerte de su padre. “Estaba en el bando franquista y era amigo de la familia”, relata Susana Cintado Franco, hija y nieta de estas víctimas. “Debería haber hecho algo si realmente le preocupaban sus hijos”, apunta. A cambio, prosigue Cintado, se acaba llevando a la pequeña Inés, a la que adopta legalmente “cuando tiene 22 años”. Por eso “la califico como niña robada”, recalca. El juez aludido no dejó familia directa a la que poder preguntar por el caso.
“Por favor, no me llevéis que tengo tres niños pequeños”, gritaba Andrés el día que es capturado, según relata la familia. La escena queda sepultada. Hasta el año 2012 en que Inés regresa, por primera vez, a la calle Rosales en Álora. “Cuando llegamos, ella recordó los gritos de su padre… es como si su mente lo hubiera borrado todo, hasta ese día que vuelve a estar al lado de la que era su casa”, rememora su hija. “Y tenía miedo, pensaba que la iban a acusar por haberse ido con un fascista”, dice.
Los padres de Inés eran un hijo de ‘los cuchilleas’ y una hija de ‘los moñigos’. Familias conocidas en el pueblo. Su madre, María Arjona, había muerto años antes, en el 34. El matrimonio dejó tres huérfanos: Juan, José y la pequeña Inés.
“Se lleva a mi madre con él porque ese matrimonio no podía tener hijos” y, de paso, asegura, “se queda también con el pequeño patrimonio familiar, una casa y unas tierras”. Vivirán en Málaga, Barcelona. El juez franquista “adopta legalmente” a Inés cuando ésta tiene 22 años. Y cuando la mujer del magistrado fallece, le dice “que está enamorado de ella”. Que deben casarse. “Mi madre le dice que es antinatural, que es su hija, y como no quiere casarse con él, la echa de casa”.
Inés investiga, a partir de ahí, y acaba por conocer el paradero de sus hermanos. “Con Juan se volvió a ver en 1968, en Holanda, y José se murió de leucemia”, cuenta Cintado.
“Víctimas del terrorismo de Estado”
80 años después de su muerte, ha comenzado la búsqueda de los restos óseos de Andrés. Y de José, Cristóbal, Antonio, Francisco, Alonso, Martín… La exhumación en el Castillo de Álora, a cargo de la Dirección General de Memoria Democrática de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, busca “una gran fosa que apunta a una gran saca”, en palabras del director arqueológico de la intervención, Andrés Fernández.
“A mi abuelo lo mataron en la noche de los 60 fusilados”, relata Susana Cintado. Son “víctimas del terrorismo de Estado”, dice sin tapujos. Quizás bajo tierra aparezcan más de aquellas seis decenas, más de un centenar es posible, enterrados a casi metro y medio de profundidad. Entre ellos, Andrés Franco. Lo espera su hija, Inés, la niña que se quedó un juez franquista.
“Y que devuelvan a mi familia lo robado”
Los viajes de ida y vuelta de la memoria dejan rastro en los nombres implicados. La secuencia empieza en la propia Inés, que arrastra la tragedia en sus apellidos. “Cuando la robó”, el juez no elimina los originales de la niña “pero coloca su apellido delante del resto”. E Inés Franco Arjona pasa a ser Inés Carrión Franco Arjona. Cuando Inés es madre, hace años que conoce su adopción y logra prescindir del apellido prestado para dejar el rastro familiar en el nombre de su propia hija: Susana Cintado Franco.
Con la apertura de la fosa aparece la opción de cerrar el duelo para la familia Franco. De restañar la herida abierta una vida entera. Inés, hoy, sufre una enfermedad degenerativa que le impide hablar y tener autonomía propia. Pero sigue ahí, pendiente a su modo. “No sé si vamos a tener los restos exactos de mi abuelo en mis manos”, dice Susana. “Casi que daría igual, quiero decir, si los sacan, lloraría a cualquiera de los que hay ahí”.
Susana Cintado Franco quiere una reparación que alcance “un homenaje a las víctimas”, un informe histórico, una placa en el castillo que recuerde a los ejecutados “y que se le devuelva a mi familia lo robado”. Lucha contra la impunidad de los crímenes del franquismo. Llegará, dice, “hasta el final” del caso.
* Fe de errores del autor: este artículo ha sido actualizado tras detectar un error en la identificación del juez militar y tras haber contactado nuevamente con la familia denunciante. Disculpen las molestias