Digan lo que digan, al clero siempre le saldrán mejor, mucho más lucidas, las procesiones que las manifestaciones; en eso y en algunas cosas más, como la obediencia debida, la disciplina estricta, la jerarquía irrebatible y el gusto por los uniformes de fantasía, los clérigos se parecen bastante a los militares, que también lucen mucho más en los desfiles y en las procesiones que en las algaradas y los pronunciamientos.
Cuánto mejor les hubiera quedado una procesión multitudinaria, encabezada por obispos y arzobispos en hábitos de gala, con sus mitras y sus báculos, sus capas de amplio vuelo y sus vestiduras recamadas, a prueba de rasgados, con sus estandartes y sus tronos, sus cornetas y sus tambores, con sus sacristanes y monaguillos luciendo fina lencería de encaje, con sus penitentes, sus cirios y sus cánticos. En mangas de clergyman y con gorrillas de béisbol, los obispos, monseñores y curas de tropa, con pancartas por estandartes y consignas por himnos, se diluyeron en la fervorosa grey para pasar inadvertidos, o ser percibidos como unos más entre los defensores de la familia, presuntamente amenazada, esa familia a la que renunciaron voluntariamente con sus votos de castidad y a la que sin embargo pretenden representar y someter a sus obsoletos y represivos preceptos.
La Iglesia católica precisa de pecadores a los que perdonar y, por tanto, no puede suprimir, abolir ni un solo pecado de sus reglamentos, y menos en estos tiempos de laicismo feroz y dura competencia de sectas. En todo caso habría que ampliar la lista con la colaboración involuntaria de esos científicos agnósticos que inventan nuevos pecados todos los días empeñados en experimentar con la genética.
La multiplicación de los manifestantes fue el primer prodigio de la insólita manifestación, los 200.000, redondeando por lo alto, estimados por la Policía Nacional, se convirtieron milagrosamente en un millón y medio para los convocantes y sus medios afines, dos millones cantó en un momento de euforia, o de fervor, el desaforado portavoz de un autodenominado Foro de la Familia, que aprovechó la coyuntura para arremeter de paso contra el divorcio "exprés", las células madre y la educación laica.
En el tinglado de la Puerta del Sol no se enarbolaron cruces ni símbolos católicos, pero se desplegó y exhibió en el centro del escenario una bandera española, ni la constitucional ni la anticonstitucional, la hortera, con la silueta del toro de Osborne como emblema, furiosa enseña de identidad habitual en partidos de fútbol y otros eventos deportivos. El toro indultado de las carreteras no es el pacífico buey que figura a los pies de san Lucas Evangelista en la iconografía cristiana, es una res brava que se crece en el castigo y embiste hasta el martirio, el toro soberano, ritual y mítico, semental poderoso y agresivo, tótem y vestigio de una antiquísima religión táurica. Una vez más, la Iglesia católica apropiándose de los símbolos paganos.
En el ruedo de la Puerta del Sol, el toro soberano veía el espectáculo desde la barrera, entronizado como pendón y telón de fondo para los predicadores laicos de la homofobia; los obispos se limitaban a aplaudir y tal vez a corear las jaculatorias del día: "Si esto es matrimonio, yo me voy al manicomio", rezaba una pancarta que las cámaras de la televisión episcopal, TMT, y de la TM (Telemadrid) recogieron en diversas ocasiones para subrayar, se supone, el supuesto carácter lúdico-festivo de la manifestación. La postal del día estuvo en el escenario, con la bandera taurina ondeando junto a una pareja de recién casados con sus galas nupciales, obra maestra digna de la galería del coleccionista del mal gusto ibérico y del museo nacional del kitsch.
Esperanza Aguirre justificó su ausencia por fiesta familiar, pero mandó a su helicóptero y a sus cámaras. El alcalde se excusó porque está muy ocupado predicando a los infieles su sermón preolímpico. Al presidente de la Conferencia Episcopal tampoco se le vio, seguramente iría de boda o de bautizo, y el Espíritu Santo no compareció, pero allí estaba Ángel Acebes en forma de lengua de fuego, uno de los disfraces favoritos del Paráclito, echando chispas por la boca.