Uno de los peores tópicos de la ideología reaccionaria actual (a veces disfrazada de contrariado izquierdismo) es el que postula una grave crisis de valores éticos y toca a rebato para movilizar en su defensa. El diagnóstico es fraudulento, pero valioso sin duda como síntoma... aunque no de una pugna moral sino política. Porque uno de los retos políticos que tienen nuestras democracias es la institucionalización efectiva del pluralismo moral. Este pluralismo es difícil o imposible de asumir por los integristas y fanáticos de toda laya, pero también por quienes no tiene más moral que la rutina tradicional. Dentro de una sociedad democrática, las opciones morales o religiosas son derechos privados que pueden aspirar a manifestación pública... en convivencia con otras semejantes. Por el contrario, los intransigentes las consideran no derechos sino deberes, cuya imposición es inexcusable para todos so pena de catástrofe de la decencia civilizada. Es interesante subrayar que esta postura no sólo la adoptan los creyentes más aguerridos sino también quienes jamás reflexionan sobre problemas morales y no quieren que las circunstancias sociales o los cambios históricos les impongan tan fatigoso ejercicio. Gran parte de los que más vociferan sobre la crisis de los valores lo que pretenden defender es la comodidad autocomplaciente que les evita cuestionarlos, razonarlos o mantenerlos con esfuerzo propio frente a otros también respetables.
Porque en la sociedad laica de garantías y libertades que es la democracia occidental (los que prefieran un modelo más piadoso pueden acogerse a la ortodoxia de Arabia Saudí), la cuestión de la vida buena -moralmente deseable- siempre permanece abierta al libre debate y nunca alcanzará la unanimidad del eterno acuerdo sino, en el mejor de los casos, la habitable transitoriedad del desacuerdo razonable. Precisamente son las leyes civiles, distintas de las normas o preceptos morales, las que delimitarán el campo social dentro del cual podrá jugarse lícitamente la partida pluralista. Supongo que cualquiera que se denomine "liberal" en un sentido no estrictamente predatorio del término debería suscribir este elemental punto de vista pero en España vivimos de sorpresa en sorpresa. Y en los Estados Unidos de hoy, desafortunado modelo de tantos, para qué hablar: sobre este tema conviene leer Moral Politics: How liberal and conservative thinks (University Chicago Press), la obra principal de Georges Lakoff, que fue -sin que la fuerza realmente le acompañase- el mentor ideológico de la campaña demócrata de Kerry a la elección presidencial. En un punto es realmente importante el libro de Lakoff: convierte el tema de la familia en el principal campo de batalla entre los dos grandes partidos. Es decir, la familia de modelo tradicional, centrada en la autoridad del páter familias, frente a la familia asistencial del cuidado mutuo y la complementariedad en acelerada transformación social. Lo que ocurre es que en EE UU son liberales los no conservadores y conservadores los no liberales, mientras que en España lo que más abundan son los liberales en conserva. Y así la confusión sigue aumentando...
Ejemplo de lo cual se ha visto recientemente en la manifestación de Madrid contra la ley que autoriza el matrimonio entre homosexuales, denominada "En defensa de la familia". Como sabe cualquiera que se haya interesado algo por cuestiones antropológicas, tipos de familia ha habido muchos a lo largo del tiempo y a lo ancho del espacio. Y todos, hasta los más raros, compatibles con la humanidad de nuestra especie. Es lógico que la Iglesia Católica -que vive sobre todo de la gestión de bautizos, bodas y entierros- haga aspavientos si cree que van a alterar la parcela que administra desde hace tanto con astuta alternancia de tiranía y paternalismo. Pero el resto del personal sabe muy bien que los cambios en la estructura familiar provienen sobre todo de la incorporación de la mujer al mercado laboral, de las medidas de control de natalidad, del divorcio y del precio de la vivienda (que influye en su decreciente tamaño), no de las reivindicaciones de los homosexuales. No tiene por qué considerarse un atentado contra la familia el reconocimiento legal de nuevas formas de convivencia que convienen a bastantes (con sus correspondientes efectos económicos y jurídicos) sin menoscabar los derechos de nadie. Para evitar malentendidos, hubiera sido deseable no llamar "matrimonio" (que es la denominación que recibe la familia formada por una pareja de distinto sexo) a las que legítimamente quieren constituir las del mismo sexo. Invocar la igualdad de derechos en este campo es una tontería, porque las condiciones desiguales permiten derechos específicos para cada una: el de pasar revisiones ginecológicas periódicas, por ejemplo, corresponde a las mujeres pero no a los varones. A ver si después de tanto cacareo sobre el respeto a la diferencia ahora va a resultar que hay que anularla por vía institucional...
El erotismo humano es -afortunadamente- diverso y complejo: las relaciones homosexuales forman parte de él y su condena no proviene de la moral sino de la negra superstición, que odia y/o teme cuantos placeres no comparte. Pero la procreación no es un juego erótico sino un proceso natural que implica hembra y varón. Decir que tener padre y madre puede ser sustituido por tener dos papás o dos mamás es una sandez del mismo calibre que sostener que pueden tenerse dos pies izquierdos o dos pies derechos sin que el caminar se resienta en lo más mínimo. Como muchos hijos de padre y madre los pierden demasiado pronto, o son abandonados por ellos, pueden ser criados por personas bondadosas (solas o en parejas del mismo sexo) que se hagan cargo afectivo de ellos. Para determinar qué personas son aptas para tales adopciones, las preferencias eróticas son perfectamente irrelevantes porque no determinan el comportamiento decente o indecente de nadie: abundan los heterosexuales capaces de violar a las propias hijas y los homosexuales pudibundos hasta la gazmoñería, crea lo que creyere el profesor Polaino (con quien por cierto tuve ya un debate en televisión sobre este tema hace más de una década: no sé cómo me las arreglo para comerme siempre las primicias de estos frutos del bosque...). Pero a mi juicio nadie tiene derecho a programar y fabricar huérfanos en probeta para complacer a solteros o parejas de igual sexo. No sé (nadie sabe) si los niños crecen peor, mejor o igual sin padres que con padres, pero de lo que estoy seguro es de que nadie tiene derecho de privar a un semejante de su filiación azarosa en la trama intersexual. Si esto es un prejuicio, lo asumo como tal y estoy dispuesto razonadamente a sostenerlo... aunque no saldré a la calle en compañía de turbios nigromantes para que se me confunda con su parroquia.
En un estudio de interés desigual pero de ambición conjunta estimable, El pánico moral (Ed.Grasset), Ruwen Ogien propone los siguientes tres principios de ética mínima: 1) principio de consideración igual, que pide conceder el mismo valor a la voz o los intereses de cada cual; 2) principio de neutralidad respecto a las concepciones de bien personal; 3) principio de intervención limitada en caso de daños flagrantes causados a otro. Aunque a mi juicio 1 y 2 son casi equivalentes, me parece un posible programa reductor para abreviar los daños de la grandilocuencia moral. El abuso moralizante puede convertirse en un serio enemigo de las libertades y garantías en nuestras democracias. En Estados Unidos, paraíso de la silicona y los escotes vertiginosos, abundan las denuncias por "inmoralidad" contra mujeres que amamantan a sus hijos en público (una de ellas, con gracia certera, repuso que no tenía la culpa de que algunos confundiesen la función con la forma). Por supuesto en la teocracia saudí se prohíbe conducir vehículos a la mujer también con argumentaciones pseudoéticas: las pobres no tienen coche y las ricas envían a sus criados a la compra y sólo utilizarían el auto para flirtear y crear atascos... Limitemos los excesos morales cuanto se pueda, tanto los de quienes ven por todas partes atentados contra lo más santo como los de los entusiastas que convierten la consecución de cualquier capricho en un alto logro de la civilización progresista. Y recordemos al viejo erasmista que hace cinco siglos recomendaba: "En lo necesario, unidad; en lo no necesario, pluralismo; y siempre, caridad".
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
EL PAÍS - Opinión - 27-06-2005