A finales de la década de los ochenta del pasado siglo, las alarmas sobre abusos sexuales a menores se dispararon en todo el mundo occidental. Aprovecharse de la inocencia de un niño para satisfacer el deseo de un adulto añade a las iniquidades de la violación un grado de crueldad que, para salvaguardar el honor de la especie, no dudamos en calificar de inhumano. Era algo que ocurría en silencio y a lo que durante mucho tiempo no se le concedió en la sociedad mayor gravedad que a la sodomía, el pecado nefando con el que generalmente se confundía en los textos legales y en la opinión pública; y a pesar de que el rechazo moral con el que se contemplaba se fue acentuando en el siglo XX, si acaso se tenía noticia de que algún pariente o vecino practicaba esa pravedad, eran frecuentes la componenda y el disimulo: a menudo, la reputación de los mayores se tenía por un valor más alto que la libertad de los menores. El despertar de la conciencia social era, pues, una necesidad urgente; pero la conciencia también tiene sus peligros y, cuando se colectiviza, la carga el diablo.
En los ochenta, el prestigio de la regresión hipnótica para la recuperación de recuerdos traumáticos borrados de la memoria había logrado imponerse entre muchos de los profesionales dedicados a tratar los trastornos psíquicos. La confianza en la fiabilidad de ese método ya llevaba un par de décadas de creciente popularidad y en su práctica está todo el secreto de la inconcebible proliferación de supuestas abducciones de humanos por parte de seres extraterrestres. Ya casi nadie lo recuerda, pero en los ochenta, la hipnosis regresiva se consideraba incluso una prueba pericial; en su aplicación a la investigación de abusos sexuales, llevó a la cárcel a muchos inocentes, principalmente en Estados Unidos, y si no se expandió rápidamente por todo el mundo es solo porque esa locura de masas aún no contaba con los instrumentos que ha proporcionado luego la revolución digital, pero los artículos y las entrevistas con expertos que aseguraban la eficacia de esa técnica por la prensa, la radio y la televisión fueron moldeando poco a poco la sensibilidad del público y al final de la década todo estaba a punto para la insania. El coraje de sanar (Urano, Barcelona, 1995), un libro de Ellen Bass y Laura Davis publicado en 1988, llegó a vender, solo en Estados Unidos, más de 750.000 ejemplares y contribuyó decisivamente a desencadenar una histeria de masas. Las autoras cantaron las excelencias de la hipnosis regresiva y otras formas de alteración de la conciencia como el medio más eficaz para descubrir abusos sexuales. Si una niña púber se mostraba agitada, indecisa, depresiva, asustada por los cambios que experimentaba su cuerpo y desorientada por sus instintos sexuales ―inquietudes todas ellas vinculadas en mayor o menor grado a la pubertad femenina y que en algunos casos pueden conducir a la desesperación―, se daba por supuesto que esa niña había sufrido abusos sexuales en su primera infancia y, cuando sus padres la llevaban a un terapeuta, era frecuente que se la indujera a creer que realmente los había sufrido. Aunque el fenómeno tuvo mayor incidencia en chicas adolescentes, también hubo mujeres y hombres adultos con trastornos depresivos que fueron convencidos de que sus problemas psíquicos provenían de haber sido víctimas de abusos en la niñez. La consigna que resume todo el proceso, repetida y asimilada por la opinión pública durante años, proviene del libro de Bass y Davis: «Si cree usted que fue víctima de abusos sexuales y su vida presenta los síntomas, es que lo fue». Como he adelantado hace un momento, muchas personas, mayoritariamente padres de familia, dieron con sus huesos en la cárcel, condenadas con falsas pruebas obtenidas mediante la recuperación de recuerdos traumáticos. Las autoras de El coraje de sanar llegaron a estimar, sin ninguna base científica que lo sustentara, que entre un tercio y la mitad de las mujeres había padecido esa experiencia. Durante un tiempo, la estimación, en su parte más elevada, se convirtió en la premisa mayor de un feminismo que ya empezaba a andar desbocado: se afirmó repetidamente y con toda convicción que la mitad de los hombres abusaban de sus hijas, sobrinas, primas o vecinas. Después, cuando los métodos de recuperación de recuerdos perdieron su prestigio y se supo que, en estado hipnótico, cualquier persona puede declarar lo que se le pide que declare y quedar luego convencida de los falsos hechos que se le han introducido en la mente, muchas víctimas de la caza de brujas, señaladas y encarceladas por la furia social, fueron declaradas inocentes, indemnizadas y rehabilitadas. Hay varios artículos y libros que tratan de esa tragedia, pero el lector puede encontrar la información esencial sobre el fenómeno en el ensayo del psicólogo social Michael Shermer Por qué creemos en cosas raras (Alba, Barcelona, 2008, pp. 187-194).
La obsesión por diagnosticar un trauma de abusos sexuales a toda persona con padecimientos psíquicos tiene mucho que ver con lo que popularmente se suele llamar histeria colectiva, un comportamiento ya observado en la antigüedad y al que modernamente la ciencia conoce como enfermedad sociogénica de masas. Puede consistir en la imitación en cadena de una determinada conducta; en la adquisición, por parte de un grupo de personas, de un temor infundado, una manía o una creencia tan arraigada en el subconsciente que incluso disponga a matar o a poner en riesgo la propia vida. La epidemia de baile que afectó la ciudad de Estrasburgo en 1518, la epidemia de risa que durante meses causó estragos en la población de Tanganica o la psicosis de intolerancia a las ondas magnéticas, por poner un ejemplo menos espectacular que los anteriores pero que responde al mismo patrón mimético, son manifestaciones de histeria sociogénica, como lo son también, en otra escala, los suicidios en grupo, los linchamientos, las revoluciones sanguinarias y todos los arrebatos de la masa humana de irreparables consecuencias. No hay un conocimiento definitivo de los mecanismos biológicos y psicológicos que producen esos estados de alienación colectiva. Algunos estudiosos apuntan a las llamadas neuronas espejo, descubiertas a finales del pasado siglo e identificadas como el principal motor de las extraordinarias facultades imitativas del ser humano, pero su funcionamiento y su alcance aún son muy controvertidos. Lo que sí sabemos, por simple observación de lo que ocurre en el mundo, es que la enfermedad sociogénica es una de las formas en las que se manifiesta la conciencia humana y que cuando, convenientemente dirigida, se enzarza en un entramado de intereses económicos, políticos, académicos y profesionales, aparece a los ojos de la sociedad como algo digno de respeto, incluso como una lucha moral a la que hay que apoyar sin reserva. Ocurrió en las postrimerías del siglo XX con la epidemia de los abusos sexuales y vuelve a ocurrir ahora, al final de la segunda década de nuestro siglo, con otra epidemia que se va abriendo paso con una fuerza inusitada y que amenaza con ser aun más devastadora: la obsesión adolescente por cambiar de sexo.
Se conoce como disforia sexual o de género la insatisfacción profunda de algunas personas con su sexo biológico. En algunos casos, se experimenta como una necesidad perentoria de someterse a una operación completa que sustituya los órganos genitales que el paciente posee de nacimiento por los que desea desesperadamente poseer; en otros, la necesidad no llega a tal extremo y la persona afectada consigue una cierta paz interior administrándose hormonas del sexo al que aspira para dar a su cuerpo una apariencia con la que sentirse más cómoda, y adoptando la indumentaria y las maneras propias de su nueva identidad. Hasta hace poco, los psiquiatras, los psicólogos y los sexólogos dedicados a la disforia de género coincidían en considerarla una patología psíquica que nada tiene que ver con el hermafroditismo, de muy rara incidencia, ni con la inclinación, perfectamente normal, de algunas personas a adoptar características del sexo contrario. A pesar de las diferencias biológicas innegables que hacen a un ser humano hombre o mujer, no se ignoraba que la cantidad de estrógenos y de testosterona en uno y otro sexo no ofrece un valor fijo y que la diferenciación sexual, aun siendo evidente y definitiva, presenta grados distintos en cada individuo. También se admitía que lo que se ha dado en llamar género como algo separable del sexo biológico, es decir, los modos en los que tradicionalmente se expresan lo femenino y lo masculino, procedían hasta cierto punto de convenciones sociales. Solo hasta cierto punto: no es cierto que el género sea únicamente una construcción social; sin duda alguna, las hormonas se llevan la mayor parte del trabajo.
Que la disforia sexual se diagnosticara como una psicopatología no implica ninguna valoración moral; es solo la conclusión científica de muchos años de experiencia médica. Los terapeutas abordaban los casos que se les presentaban con todas las precauciones exigibles, exploraban la personalidad de los pacientes para determinar su grado de necesidad y solo aconsejaban la operación de cambio de sexo ―que, a pesar de ser muy deseada, puede ser también muy traumática por su irreversibilidad― cuando se comprobaba que cualquier otra solución no podía acabar con el sufrimiento de la persona que se encontraba aprisionada en los atributos de su cuerpo. El reconocimiento de los derechos de los transexuales es uno de los progresos morales inherentes a la evolución de un sistema político liberal que una parte nada desdeñable de la opinión pública ve lamentablemente ―también por delirio sociogénico― como un obstáculo para la libertad. Las democracias modernas son el único espacio en el que se reconoce todo el espectro de las posibilidades humanas; también son el lugar en el que, precisamente por su irrenunciable liberalismo, el lenguaje alambica los conceptos hasta desintegrarlos y convertirlos en perversas abstracciones que, en tiempos de extrema confusión como los que estamos viviendo, pueden acabar imponiéndose como verdades reveladas y dejar las libertades conquistadas por el sistema en un estado de sumisión y zozobra. Tal parece ser la tendencia en el caso que nos ocupa.
Según los datos que proporciona en su quinta edición el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (2020), un volumen que reúne los resultados de los estudios sobre salud mental llevados a cabo por centenares de especialistas de todo el mundo, la disforia de género tiene solo una incidencia de entre el 0.005 y el 0.014% en el total de la población masculina, y de entre un 0.002 y 0.003% en la femenina. La doctora Lisa Littman, ginecóloga y obstetra ―profesionalmente ajena a los estudios de disforia― tuvo casualmente noticia de que, entre 2016 y 2017, las operaciones de cambio de sexo llevadas a cabo en Estados Unidos se habían multiplicado por cuatro y que afectaban en un 70% a las mujeres; al año siguiente, el Reino Unido hizo público que el número de chicas adolescentes que solicitaban tratamientos de género había aumentado en un 4,400 por ciento con respecto a la década anterior. En Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Suecia y Finlandia, los hospitales y los terapeutas de género ofrecieron datos que mostraban un cambio radical en la incidencia de la disforia: se estaba pasando cada vez más de una situación en la que los pacientes eran en su mayoría un reducido número de varones en edad preescolar a otra en la que eran predominantemente chicas adolescentes. La doctora Littman se dio cuenta de que estaba ocurriendo algo muy anómalo y, aunque el caso no tenía nada que ver con su especialidad, se sumergió en el estudio de las causas que podían haber ocasionado un cambio tan drástico en las estadísticas de la disforia de género. Tras entrevistarse con 256 padres de niñas adolescentes convencidas de su transexualidad y revisar todos los datos disponibles en la literatura científica, pudo documentar que la inmensa mayoría presentaba un mismo patrón de conducta: a diferencia de la auténtica disforia, que aparece casi siempre en la primera infancia, las niñas analizadas habían descubierto su condición en plena pubertad, de la noche a la mañana y sin haber manifestado previamente ninguna incomodidad con su sexo biológico; antes de adoptar su nueva identidad, un 65 por ciento de ellas había mostrado una tendencia obsesiva a limitar su experiencia del mundo a las redes sociales, y en sus círculos de amistades, la prevalencia de chicas identificadas con la transición de género era setenta veces más alta que en cualquier otro grupo de adolescentes. Littman llegó a la conclusión de que estábamos ante una situación de contagio social que nada tenía que ver con la disforia y de ello dedujo que los terapeutas que se ocupaban de estos casos no enfocaban el problema como debían, tratando las causas psíquicas que llevaban a las adolescentes a desear el cambio de sexo, sino que lo agravaban irresponsablemente prescribiendo a sus pacientes la administración de hormonas y en muchos casos también la mastectomía y otras cirugías irreversibles. Su trabajo fue publicado en la revista académica de la Public Library of Science y casi de inmediato recibió el ataque de activistas que la trataron de fanática y la acusaron de haberse informado con el testimonio de padres conservadores contrarios a la transexualidad, lo cual no era en absoluto cierto. El acoso a la doctora se propagó a toda velocidad y pronto contó con el concurso de los medios, que promovieron las opiniones de activistas disfrazados de expertos hasta conseguir que la Universidad de Brown, donde Littman ejercía su trabajo de investigación académica, retirara el artículo de su web y lo sustituyera por una disculpa del decano de la facultad en la que lamentaba que «las conclusiones del estudio pudieran usarse para desacreditar los esfuerzos realizados en apoyo de los jóvenes transgénero». La Public Library of Science, por su parte, también cedió a la presión de los activistas reconociendo que el trabajo de la doctora Littman debía haberse sometido a mayor revisión y que podía contener errores metodológicos. Sin duda, se trataba de un infundio: el artículo en cuestión se había sometido a la evaluación por pares y cumplía todos los requisitos exigibles a una investigación científica. Como no quedaron lo bastante satisfechos con esos triunfos, los enemigos de la doctora, entre los que había médicos y profesionales de la psicología, lograron finalmente que fuera despedida del hospital en el que tenía consulta como especialista en complicaciones del embarazo y partos prematuros.
Extraigo la información sobre la desoladora experiencia de la doctora Littman y buena parte de la que daré a lo largo de este artículo del libro de Abigail Shrier Irreversible Damage, aparecido hace pocos meses en Estados Unidos (Regnery Publishing, Washington, 2020) y recientemente retirado de la cadena de almacenes Target y de la plataforma de libros electrónicos Kobo. Puede adquirirse todavía en Amazon España, pero la compañía lo eliminó hace tiempo de su catálogo en Estados Unidos. La obra de Shrier representa la mayor contribución hasta el momento a la lucha por denunciar lo que se promueve como un avance en derechos humanos cuando es en realidad todo lo contrario: un movimiento internacional de graves consecuencias para la salud pública que se apoya tanto en el ardor militante de una locura de masas como en los intereses materiales de terapeutas, académicos, educadores, influencers, periodistas y políticos. Sus víctimas principales son niñas de entre doce y quince años agitadas por las inseguridades de la pubertad, las ansias de poseer una identidad valorada en su entorno y la influencia incesante de las redes sociales y de enseñantes abducidos por la ideología de género.
La anorexia, la bulimia, las autolesiones y otras plagas de las últimas décadas, que se cebaron igualmente en chicas adolescentes y por los mismos motivos de insatisfacción derivados de la pubertad, no contaron nunca con la incitación de docentes, profesionales de la salud mental, medios de comunicación e instituciones políticas. En la pseudodisforia (o «aparición rápida de la disforia de género», para usar los términos de la doctora Littman) la promoción de esa nueva epidemia de delirio sociogénico por parte de las clases dirigentes es cada vez más asombrosa. Esa es la novedad. En muchas universidades de Estados Unidos, Canadá y otros países, lo primero que se le pide a un alumno cuando acude a matricularse es en qué identidad de género se reconoce y cuáles son los pronombres con que quiere que se le dirijan o se refieran a él. Esos pronombres no se limitan al género masculino o femenino; en el siglo XXI las identidades sexuales se multiplican sin freno y para dar cuenta de ellas ha habido que inventar una infinidad de géneros gramaticales. En la Universidad del Estado de Georgia, por ejemplo, los estudiantes deben rellenar un formulario en el que, además de los usos pronominales propios del inglés (He, him, his, his, himself/ She, her, her, hers, herself) se les da a elegir entre series de «pronombres» como las siguientes: Co, co, cos, coself./ En, en, ens, ens, enself./ Ey, em, eir, eirs, emself/ Xie, hir, hir, hirs, hirself/Yo, yo, yos, yos, yoself/ Ze, zir, zir, zirs, zirself/ Ve, vis, ver, ver, verself. Los ideólogos del género distinguen, de momento, un total de sesenta y dos variantes pronominales. Parece un juego de niños o una ocurrencia del teatro de Ionesco, pero lo cierto es que esa pesadilla ha adquirido ya la rotundidad de los edictos. En 2017 el Estado de California aprobó una ley que castiga hasta con penas de prisión a los profesionales de la sanidad que se nieguen a dirigirse a los pacientes con los pronombres que estos hayan exigido. En Nueva York existe una ley similar que incluye además a empresarios, arrendadores y comerciantes. Como advierte Abigail Shrier en la introducción de su libro, estas disposiciones contradicen la Primera Enmienda y son por lo tanto anticonstitucionales, pero permanecen vigentes y no parece que haya ninguna intención de revocarlas: a tan alto poder ha llegado la ideología de género.
En un artículo de una prestigiosa web española dedicada a la divulgación de la psicología, se empieza afirmando, como se suele hacer en muchos textos afines, que el género es una construcción social y a continuación se enumeran, como si se tratara de una taxonomía científica, dieciséis tipos de identidad de género. No sé exactamente cuál es la situación en las escuelas españolas, pero Shrier observa que los escolares norteamericanos recitan de memoria las distintas identidades de género como antes recitaban las capitales del mundo y se refiere a distintos manuales de aprendizaje y guías para maestros de su país que alientan el activismo trans y aconsejan que se pida a los niños, ya desde el jardín de infancia, que se imaginen en un sexo distinto del que poseen por nacimiento y declaren con qué tipo de variante de género les gustaría identificarse. Así se crean después grupos de escolares, casi todos formados por niñas, que discuten las particularidades de la identidad que más les atrae y se recomiendan mutuamente las webs, las cuentas de Twitter y los canales de YouTube ―algunos de los cuales llegan a tener más de cien mil seguidores― que dan información pormenorizada de todo lo que hay que hacer para empezar la transición de género, incluyendo los modos y maneras más recomendables para burlar la vigilancia paterna. La consigna que se repite parece calcada de la que inventaron Ellen Bass y Laura Davis a propósito de los abusos sexuales: «Si crees que eres transgénero, es que lo eres».
Habiendo adquirido ya el contagio en su círculo de amistades ―mayoritariamente a través de los grupos de mensajería y las redes sociales―; habiéndose alimentado durante meses de la palabrería de los influencers y las disertaciones sobre las múltiples identidades de género con que le educan sus maestros, un buen día, una chica adolescente que nunca había mostrado ningún rasgo que pudiera hacer pensar en incomodidad alguna con su sexo biológico, comunica a sus padres que a partir de ese momento tienen que llamarla por su nuevo nombre masculino y apoyarla en su firme decisión de aprisionar sus pechos, inyectarse testosterona y quizás también someterse a cirugía.
Algunos padres ceden a los deseos de su hija y proceden así como la mujer insensata del poema que abre el Cancionero de Ausiàs March:
(…) li’n pren així com dona ab son infant,
Que, si verí li demana plorant,
ha tan poc seny que no el sap contradir.
«Le ocurre ―dice Ausiàs March― como a la mujer con tan poco juicio que no sabe contradecir a su niño si veneno le pide llorando». El poeta se refiere a los desvelos del amante, pero la metáfora es de plena aplicación al caso que nos ocupa, pues lo que piden esas niñas atormentadas por su búsqueda de identidad es algo muy parecido al veneno. Según estudios recientes, el uso prolongado de sujetadores compresivos (binders), además de hematomas, puede llegar a causar dolores y deformaciones de espalda, fracturar las costillas y perforar los pulmones. El suministro de testosterona espesa la sangre y aumenta elevadamente el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares; a la larga, puede provocar también diabetes y cáncer. Los fármacos bloqueadores de la pubertad, finalmente, a menudo prescritos por terapeutas para suspender temporalmente el proceso de maduración sexual, llevan en la mayoría de los casos a la administración de hormonas en un camino que conduce inevitablemente a la infertilidad y que tiene una alta probabilidad de acabar en un cáncer de ovarios. Otros padres, perplejos ante la demanda insistente de su hija y tras intentar disuadirla en vano, deciden buscar el consejo de un psiquiatra, un psicólogo o un sexólogo sin imaginar que el profesional al que acuden con la confianza de que les ayudará a superar el trance no va a hacer otra cosa que recetar veneno. Lejos de interesarse por las causas que han conducido a la niña a desear desesperadamente la transformación, es muy probable que el terapeuta en cuestión se ponga desde el principio al lado de la paciente y comunique a sus progenitores que la única solución justa y razonable es iniciar el proceso de transición. En caso contrario ―les advierte― el peligro de suicidio es muy elevado, y ante esa terrible posibilidad muchos padres ceden al despropósito. Esa generalización puede parecer exagerada al lector que no esté muy al corriente de lo que está sucediendo con la pseudodisforia de género, pero Abigail Shrier da cuenta en Irreversible Damage de las directrices que reciben en Estados Unidos los profesionales de la psiquiatría, la psicología y la pediatría por parte de los organismos encargados de regular sus prácticas. La American Psichology Association, por dar solo un ejemplo, impone lo que llaman «terapia afirmativa», que no es otra cosa que la confirmación inmediata de la necesidad de cambiar de sexo que manifiestan los pacientes, y recomienda la administración de hormonas para iniciar lo antes posible la transición. Para poner en relieve la absurda determinación de las autoridades sanitarias a avalar una patología sociogénica con la prescripción de la terapia afirmativa, Shrier compara la situación de las niñas afectadas por la pseudodisforia con el caso de una paciente de anorexia que, habiéndose quedado ya en los huesos, acudiera a un terapeuta asegurándole que, dijeran lo que dijeran los demás, ella sabía que estaba gorda y pidiéndole por favor que le llamara «gorda», y este, sin pensarlo dos veces, le contestara que, si se siente gorda, es que lo está y que él haría todo lo posible para apoyar su indiscutible percepción de la realidad. Por supuesto, no todos los profesionales de la salud mental están convencidos de la idoneidad de la terapia afirmativa, pero pocos se atreven a denunciarla. Dieciséis estados de la Unión han prohibido lo que llaman «terapia de conversión», es decir, los esfuerzos médicos destinados a disuadir al paciente de sus falsas percepciones, y un terapeuta que se oponga a dar por bueno un autodiagnóstico de disforia o que simplemente insinúe que el problema de fondo puede no ser el que declara el paciente se expone a perder su licencia.
La autora de Irreversible Damage desmiente una y otra vez con profusión de datos los supuestos en los que se basan las políticas que regulan la transición de género y expone varios casos de acoso a los disidentes. Además de la suerte que corrió la doctora Littman por su compromiso con los hechos, la represión más indecente de un profesional crítico con la intromisión de la ideología de género en el estudio científico de la transexualidad se dio probablemente en la persona del doctor Kenneth Zucker. Este psicólogo clínico, investigador académico y considerado, hasta hace pocos años, una de las máximas autoridades mundiales en materia de disforia, dirigía en Toronto ―la situación no es menos grave en Canadá que en Estados Unidos― el Centro para la Adicción y la Salud Mental y era jefe del Servicio de Identidad de Género. Sus estudios, tras décadas de tratar la disforia en niños y adolescentes, le hicieron darse cuenta de que las crisis de personalidad que padecían los menores podían depender de muchos factores y de que la convicción que muchos de ellos tenían de estar atrapados en un sexo impropio no era sino una forma de enfrentarse con un trauma o con cualquier otro trastorno mental. En realidad, según datos de su equipo de colaboradores, el 88 por ciento de los niños con presunta disforia cuyos padres no habían cedido a sus deseos de transición social (limitada al cambio de nombre y de pronombres) superaban con el tiempo esa tendencia, lo cual deshace la coartada del alto riesgo de suicidio en caso de no atender la voluntad del menor. Pero en un desafío ideológico, los datos carecen de importancia y cuando en 2015 la provincia de Ontario prohibió cualquier terapia que no fuese la afirmativa, los activistas clamaron contra el doctor Zucker, acusándole de practicar la satanizada «terapia de conversión» y de humillar y maltratar a sus pacientes, lo que se demostró falso. Zucker acabó perdiendo su trabajo y viendo como su centro para el tratamiento de la disforia era cerrado por orden gubernativa. No sirvió de nada que quinientos profesionales de salud mental de todo el mundo se manifestaran en su defensa.
Mientras termino de escribir este artículo, me llegan de círculos próximos noticias de niñas adolescentes que comunican a sus padres la decisión de someterse a una transición de género y de hospitales y centros psiquiátricos especializados que ya aplican en España la terapia afirmativa. Hay indicios más que suficientes para empezar a darse cuenta de lo que ocurre. El proyecto de ley que prepara el Ministerio de Igualdad no augura nada bueno y, de ser finalmente aprobado por las Cortes, proporcionará los instrumentos jurídicos necesarios para llevar el país a una situación parecida a la que se sufre en Estados Unidos, Canadá, Reino Unido y los países escandinavos. El proyecto pretende establecer, entre otras disposiciones, que los menores de dieciocho años ―se ha insinuado que podría permitirse a partir de los catorce― puedan adoptar legalmente la identidad de sexo que les apetezca sin necesidad de presentar un informe médico ni de someterse a ningún tipo de tratamiento. Aunque ese despropósito se limite a un cambio de documentación que siempre puede revertirse y no afecte, pues, la condición física de las personas, no deja de ser un inquietante paso adelante en la oficialización de la ideología de género. Mucho más inquietante es todavía en el caso de los adultos. Un hombre cualquiera, sin variar sus hábitos ni su apariencia, puede decidir en un determinado momento legalizarse como mujer y acceder libremente a todos los espacios reservados para las mujeres. Esa pretensión ha puesto en pie de guerra a las organizaciones feministas, y no es para menos: según refiere Abigail Shrier en su valeroso ensayo, en California, donde ya hace años que impera una disposición semejante, hay hombres condenados por violación que, amparándose en la ley, se declaran repentinamente mujeres y son trasladados a cárceles femeninas. Aunque cueste de creer, esta es la nueva realidad que se nos impone. Los mejores expertos en el fenómeno de la transexualidad, cada vez más apartados de los puestos de decisión, advierten que existen dos tipos de disforia masculina que nada tienen que ver entre sí: la de los varones homosexuales que no se reconocen en sus atributos genitales y la de los varones heterosexuales que se excitan vistiéndose y actuando como mujeres. Por más que los ideólogos del género se enfurezcan ante esa distinción evidente, tachándola de retrógrada y tránsfoba, qué duda cabe de que algunos de los que se encuentran en la segunda categoría no desaprovecharán la oportunidad que les ofrece la ley para poder compartir, con sus objetos de deseo, los aseos públicos y otras dependencias. Pero el proyecto de ley de igualdad no se limita a garantizar la libre declaración de identidades sexuales, también quiere permitir a los mayores de dieciséis años el uso de bloqueadores de la pubertad y el suministro de hormonas cruzadas sin prescripción médica ni autorización paterna. Además de borrar la condición de mujer, como acertadamente denuncia el feminismo, y de abandonar a los adolescentes a las veleidades de su precaria voluntad, en la fase de descomposición de Occidente en la que nos encontramos, los gobiernos democráticos empiezan a armarse contra la ciencia médica y la autoridad paterna.
A pesar de que todo esto goce de protección legal en un número creciente de países y reciba el apoyo de una parte considerable de la opinión progresista, que se deja arrastrar a ese delirio desconociendo por lo general su alcance y sus consecuencias, no hay duda de que estamos ante una de las periódicas atrocidades que engendra la estupidez humana en sus euforias ideológicas. Las histerias colectivas apuntaladas en poderes sociales y económicos suelen presentar al cabo de los años un balance siniestro de sufrimientos innecesarios, daños irreparables y demandas judiciales de los afectados. Los datos sobre el porcentaje de personas que, una vez superada la adolescencia, se arrepienten de haberse sometido a un cambio de sexo son todavía muy confusos, pero hay constancia de que el número crece aunque los activistas transgénero atribuyan sistemáticamente las estadísticas que les son desfavorables a los prejuicios del conservadurismo con las identidades sexuales. El aumento desaforado de adolescentes sometidos a tratamientos hormonales o a cirugía irreversible, no contra su voluntad, pero sí mediante la manipulación social de unas respuestas emocionales que están todavía muy lejos de dejarse gobernar por quien las padece, constituye un grave problema moral que solo puede dejar de lado una sociedad que ha perdido el juicio. Como la mujer del poema de Ausiàs March.
Foto: Figura andrógina, Oriente Próximo, siglo I aC
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