Mal parecido, alto y desgarbado, Hans Christian Andersen fue agraciado, en cambio, con una imaginación portentosa. Hoy, el mundo entero conmemora los 200 años del nacimiento del autor de los más bellos cuentos.
Jordi Soler
Hace doscientos años, el 2 de abril de 1805, a la una de la madrugada, en un barrio marginal de Odense (Dinamarca), nació, sobre una cama que su padre había construido con los restos de un ataúd, Hans Christian Andersen. Aquella cama matrimonial, según cuenta Jackie Wullschlager en la biografía del escritor, conservaba en algunas partes esa felpa negra que se pone en las cajas de muerto para que el último viaje no se haga sobre la tabla viva. El padre de Hans era zapatero y tenía, según su hijo, "una imaginación verdaderamente poética". Su madre, en cambio, era una lavandera iletrada que después del parto, en cuanto pudo ponerse en pie, corrió a consultar con su amiga la adivina el futuro del pequeño Hans: "Algún día, Odense será iluminado por él", dijo como respuesta aquella adivina de turbante amarillo, abrigo de piel de conejo y una boca profética en la que no había ni un solo diente.
En su autobiografía, que lleva el título sarcástico de El cuento de hadas de mi vida, Christian Andersen establece los dos vectores de su infancia: "Mi padre me leía mucho y me daba libros que yo devoraba. Nunca jugué con otros niños, siempre estaba solo". A aquella soledad con libros hay que añadir la miseria en que vivía, su fealdad física y su hipersensibilidad para tener un panorama aproximado de lo que fue la infancia de aquel niño mal parecido, afeminado, alto hasta la desproporción, cuyos terrores patológicos le producían unos ataques de histeria que le hacían convulsionarse, tanto que más de un médico le diagnosticó epilepsia. A los once años, como si sus atribulaciones fueran pocas, murió su padre y él tuvo que ponerse a trabajar primero de ayudante de sastre y después en una fábrica de cigarros.
Cuando Christian Andersen cumplió sesenta años, el escritor inglés Edmond Gosse hizo esta descripción suya: "Sus piernas y sus brazos son largos, delgados y fuera de toda proporción; sus manos, anchas y planas, y sus pies son tan gigantescos que nadie piensa en robarle las botas. Su nariz es, digamos, de estilo romano, pero tan desproporcionadamente larga que domina toda la cara; cuando uno se despide de él, su nariz es definitivamente lo que uno se queda recordando".
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario