miércoles, 30 de septiembre de 2020

LOLITA ES NABOKOV

 

Sentó al niño en su regazo y lo acarició suavemente susurrándole al oído palabras juguetonas y traviesas; el pequeño Vladimir sintió bochorno. Quedó aliviado cuando su padre entró en el comedor procedente de la terraza. Vladimir se dio cuenta de que el padre estaba molesto con su cuñado cuando le reclamó con severidad que saliera con los demás a la terraza. Al chico lo mandó a su habitación.


El tío Ruka era aristócrata y homosexual, un diplomático acomodado y refinado al estilo de Charlus, uno de los protagonistas de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Se trataba de un hombre esmeradamente elegante que en la solapa del abrigo gris perla llevaba siempre un clavel violeta y al que le gustaba recitar en voz alta poemas que él mismo había escrito en francés. Aquella misma noche el tío se presentó en la habitación del pequeño Vladimir. Pidió al muchacho que le enseñara su colección de mariposas y mientras la contemplaban juntos, el tío le hacía cosquillas en la cara con su bigote sedoso y prosiguió con sus caricias y un toqueteo cada vez más atrevido. Esos encuentros eran agradables y desagradables, tentadores y repugnantes a la vez. Duraron unos cuatro años.

Volvió al tema de los abusos en ‘Pálido fuego’, una novela dedicada claramente a las relaciones homosexuales

Desde que se publicó Lolita, los lectores en el mundo entero se preguntaron quién es la misteriosa niña, en quién o qué experiencia se había basado Nabokov para concebir su personaje. Mientras me documentaba para mi novela Un revólver para salir de noche hallé las pruebas, en las que parece que nadie se había percatado antes, acerca del hecho de que Nabokov en su novela describió los abusos cuya víctima había sido él mismo de niño. En el subcapítulo 3 del capítulo tercero de Habla, memoria, Nabokov dice que “cuando yo tenía ocho o nueve años” su tío Ruka “después de comer me sentaba en su regazo” y le susurraba palabras extrañas, mientras que “yo estaba avergonzado por el jugueteo de mi tío”; como hemos dicho, se le quitaba un peso de encima cuando el padre de Nabokov llamaba al tío Ruka a que saliera con los demás: “Basil, on vous attends”. Según Nabokov indica indirectamente pero con suficiente claridad en sus memorias, esos juegos abusivos duraron tres o cuatro años.

Cuando Vladimir tenía 11 o 12 años, según confiesa, un día fue a buscar a su tío a la estación de tren. El tío venía del extranjero para pasar el verano en su finca de Vyra, que lindaba con la residencia de veraneo de los padres de Nabokov. Al verle, Ruka le dijo al muchacho: “¡Qué amarillo y feo te has puesto (vous êtes devenu jaune et laid), pobrecito!”. El día de su 15 cumpleaños, el inmensamente rico tío Ruka le anunció en francés que le había hecho su heredero. Luego le despidió: “Y ahora puedes retirarte, l’audience est finie. Je n’ai plus rien à vous dire”. Algo similar pasa en Lolita: al final de la novela, tras una desesperada búsqueda, el secuestrador Humbert Humbert encuentra a una Lolita crecida, de 17 años, casada y embarazada. Su seductor la encuentra pálida, pecosa y demacrada y le regala una gran suma de dinero para su boda. Sin embargo, Lolita no puede disfrutar de su repentina riqueza porque muere al dar a luz, al igual que Nabokov no pudo gozar de su herencia porque a sus 18 años la revolución rusa provocó la total devaluación del rublo.

Tras sumergirme en la obra nabokoviana, y no solo en sus memorias, vi claro que de niño Vladimir sufrió atenciones abusivas de Vasili Rukavíshnikov, o Ruka, el hermano de su madre, y que el factor que determinó la creación de la novela Lolita fueron las extralimitaciones que había sufrido. A Nabokov le obsesionaba la idea del abuso de los niños. Sobre ello escribió primero El hechicero, novela que más tarde calificó de “la primera palpitación de Lolita”, pero no quedó del todo satisfecho con ella. Después de Lolita volvió al tema de los excesos y abusos en Pálido fuego, entonces hablando claramente de relaciones homosexuales. En los tres casos, Nabokov expresó su contrariedad y rechazo de los excesos cometidos contra los niños.

Le obsesionaba la idea del abuso de los pequeños. Le gustaban las mujeres, pero nunca las niñas

Es posible que muy pocos, quizá apenas Véra, la esposa del escritor, conocieran ese secreto de él. Véra sabía que a su marido le gustaban tanto las mujeres como las mariposas. Pero, según afirmó Katherine Reese Peebles, con la cual Nabokov mantuvo una relación amorosa cuando era profesor en la Universidad de Cornell, en Estados Unidos, “le gustaban las mujeres y las chicas, pero nunca las niñas”. Además, Véra sabía que para el personaje de Lolita Vladimir recurrió al rapto de la niña Sally Horner, un caso que a finales de los cuarenta sacudía al país. Día tras día Nabokov buscaba en los periódicos americanos nuevas revelaciones sobre las terribles peripecias de Sally en manos de su secuestrador para usarlas en su novela. Sobre el rapto de Sally Horner, la escritora Sarah Weinman ha publicado recientemente su libro La auténtica Lolita.

Las atenciones abusivas del tío Ruka tuvieron como consecuencia también que Nabokov mirara con escepticismo a los homosexuales. Se distanció de su hermano Serguéi a causa de la homosexualidad de éste. Es algo sorprendente porque Nabokov era un hombre muy abierto y en absoluto moralista. Sin embargo, al enterarse de que Serguéi se había portado como un héroe cambió de actitud. Durante la Segunda Guerra Mundial, Serguéi nunca ocultó su desprecio por la Alemania de Hitler y el régimen nazi al que criticaba abiertamente; alguien le delató y Serguéi fue a parar a un campo de concentración nazi donde murió. A posteriori Nabokov se avergonzó de su postura fría hacia su hermano. Y entonces cambió de actitud hacia la homosexualidad en general.

A lo largo de décadas se han escuchado críticas a Lolita desde las sensibilidades feministas. Muchas de ellas no parecen percibir todos los matices de la novela. Como la gran obra de arte que es, Lolita está escrita desde una libertad absoluta y busca reflejar la complejidad de cualquier comportamiento humano. Nabokov nunca pretendió escribir un panfleto, aunque dejó claro entre líneas para quien sepa leer que rechazaba al indigno seductor de menores y que Lolita fue una víctima. Del mismo modo que Nabokov fue una víctima porque Lolita también es él.


Monika Zgustova es escritora; su última novela es Un revólver para salir de noche (Galaxia Gutenberg, 2019)

VISTO EN EL PAÍS 

DRIVE

lunes, 28 de septiembre de 2020

PALABRAS VENENOSAS







VISTO EN EL PAIS (suscripción)

UN CID SIN "TIZONA", "BABIECA" NI JURA DE SANTA GADEA

 El historiador David Porrinas retrata en un libro al Campeador como pragmático señor de la guerra y mercenario, muy alejado del mito.


El Cid real, el Rodrigo Díaz de Vivar histórico, no tenía dos espadas denominadas Colada y Tizona, ni un caballo que respondiera al nombre de Babieca, ni obligó nunca a jurar en Santa Gadea al rey Alfonso VI que no había tenido nada que ver con la muerte del hermano del monarca. Sus hijas no se llamaban Elvira y Sol sino María y Cristina, y además había un hijo varón, Diego. A las chicas tampoco las ultrajaron e hicieron de todo los infantes de Carrión en la legendaria afrenta de Corpes tras las bodas, ni hubo batalla ganada después de la muerte. De hecho, hasta puede que nadie hubiera llamado Cid al Cid en toda su vida (aunque sí se le conocía y él firmaba así como “Campeador”, de campidoctus, “señor del campo de batalla”). Pero todo eso no quiere decir que la existencia y hechos del personaje de verdad (¿Vivar, 1040?- Valencia, 1099) que dio pábulo a la leyenda no fueran extraordinarios.


Ahora, el historiador David Porrinas (Castañar de Ibar, Cáceres, 1977), investigador y profesor en la Universidad de Extremadura y un reconocido estudioso de la guerra en la Edad Media y del propio Campeador, arroja luz sobre el de Vivar en un ensayo desmitificador tan erudito como apasionante. El Cid, historia y mito de un señor de la guerra (Desperta Ferro Ediciones, 2019), con prólogo del catedrático de Historia Medieval y acreditado cidista Francisco García Fitz, se centra especialmente en la actividad bélica de Rodrigo Díaz y lo muestra como un gran hombre de acción. Un guerrero aventurero y oportunista que se mueve con habilidad y pragmatismo extremos en la frontera difusa entre la cristiandad y el islam al frente de una hueste de tropas híbridas compuestas por su propia mesnada y contingentes musulmanes. Un mercenario en busca de botín y señor al que servir en un mundo mestizo, en el que los reinos cristianos y las taifas musulmanas guerrean unos contra otros y todos entre sí, aliándose sin importar la religión. Y un combatiente temible que puede ser brutal (hace torturar civiles y quemar vivo al cadí de Valencia) y que se granjea fama de invencible en la batalla. Un personaje y un escenario, como se ve, que coinciden poderosamente con los de Sidi, la última novela de Arturo Pérez-Reverte (Alfaguara, 2019), aunque en esta hay jura, Tizona y otros mitos.


“Es muy complicado depurar al verdadero Cid histórico de la leyenda tejida a su alrededor”, explica Porrinas, que subraya que hay unas ideas fijadas durante siglos, unos clichés que cuesta desterrar, y valga la palabra. El caso, recalca, es que hay muy buenas fuentes históricas que nos permiten saber cómo era en realidad. “Es seguramente el personaje que mayor cobertura informativa recibió en su tiempo, más incluso que el propio emperador Alfonso VI. Es absolutamente excepcional disponer de tanta información de alguien del siglo XI que no era ni miembro de la realeza ni un alto cargo eclesiástico”. Porrinas cita entre esas fuentes la Historia Roderici, contemporánea del Cid o de poco después, y las informaciones coetáneas de cronistas musulmanes que narran la conquista de Valencia (la gran realización del Campeador) y algunos de los cuales incluso vivieron el asedio. Disponemos asimismo, apunta, de la carta de arras del matrimonio con Jimena y hasta de un documento firmado de puño y letra por el Cid, que signó “ego ruderico” (el trazo no es muy seguro así que probablemente el Cid manejaba mucho mejor la espada que la pluma).



Una imagen de caballeros medievales en el Beato de las Huelgas.

Pese a las fuentes, continúa el estudioso, “el Cantar de mío Cid, puesto por escrito a partir de versiones juglarescas entre los años finales del siglo XII y primeros del XIII y convertido en la obra cumbre de la literatura medieval española, establece una imagen literaria muy distinta de la histórica pero llamada a tener mucho más éxito”. Fue, explica, el empeño de Ramón Menéndez Pidal desde 1929 en considerar el Cantar y los romances sobre el Cid fuentes históricas válidas para el conocimiento del Cid real lo que ha creado tanta confusión. Por no hablar del retoque franquista y la película de 1961 con Charlton Heston. Es la del Cantar una imagen heroica, épica, “muy cinematográfica”, con “evidentes concesiones a la sensiblería, la fantasía, y el dramatismo morboso”. De los episodios más famosos para los mortales comunes de la vida del Cid, Porrinas recalca que “no hay nada de eso”, y que son todo imágenes que se forjan con posterioridad. El duelo con el padre de Jimena, por ejemplo, no aparece hasta el siglo XIV. En cuanto a la jura de Santa Gadea, no se empieza a hablar de ella hasta el siglo XIII, en una obra del historiador eclesiástico Lucas de Tuy, y sería imposible que se hubiera producido: ningún noble podía desafiar así al poder haciendo jurar a un rey.


De Diego, el hijo desconocido del Cid, dicen las fuentes que murió luchando contra los musulmanes en la batalla de Consuegra en 1097. “Fue un mazazo para el Cid que perdió toda esperanza de crear una línea dinástica para perpetuar su recién conquistado principado de Valencia, aunque consiguió casar bien a sus hijas” (María se desposó con Ramon Berenguer III, conde de Barcelona). En cuanto a la victoria después de muerto, atado al arzón de su caballo, señala que forma parte de la leyenda elaborada por los monjes del monasterio de Cardeña, donde fue enterrado el Cid —luego sus restos se dispersaron— tras sacarlo embalsamado de la Valencia amenazada por los almorávides. El historiador indica que no hay pruebas de que en su época le llamaran Sidi o Cid. “La primera vez que vemos esa denominación es en el Poema de Almería, de mediados del siglo XII, donde se menciona a Rodrigo como Cid. Lo cual no quiere decir que sus soldados árabes o sus súbitos valencianos no lo llamaran así, mi señor, pero no está documentado”. Sea como fuere, lo de Cid cuadra con ese comandante de tropas híbridas, variopintas, cristiano al frente de musulmanes, que a partir de su núcleo de medio centenar de caballeros, aventureros y busca fortunas recibe el mando del ejército de la taifa de Zaragoza.


Sorprende que el Cid fuera un mercenario… “Suena peyorativo, pero esa es la definición del que combate por dinero, como los condotieros posteriores o sus coetáneos y tan parecidos señores de la guerra normandos. Rodrigo, un gran pragmático, entiende que ese servicio al rey al-Mutamin de Zaragoza y sus sucesores es lo mejor para cumplir su propósito último de hacerse con Valencia. No se puede entender al Campeador sin su relación de mestizaje militar, político y cultural con los musulmanes”.


¿Se podría haber publicado un libro desmitificador como el suyo, en el que el Cid aparece hasta como ocasional vendedor de esclavos, durante el franquismo? “Imposible”, ríe el autor. “El franquismo nació huérfano de ideologías, tenía que crear una y se apropió de símbolos como don Pelayo, Covadonga, Agustina de Aragón y el Cid. Un libro como el mío no habría gustado. Franco se identificaba con el Cid legendario y le gustaba que otros le identificaran así, como hizo el alcalde de Burgos al inaugurar la famosa estatua ecuestre. Dio muchas facilidades para el rodaje de la película de Charlton Heston que internacionalizaba esa imagen épica del personaje”.


El historiador dice que no ha leído aún la novela de Pérez-Reverte, al que no conoce personalmente pero del que se declara gran admirador. El ensayo de Porrinas y la novela de Pérez-Reverte coinciden en destacar los aspectos militares del Cid y el uso decisivo de la carga de caballería y la lanza. También en mostrar el mundo fronterizo de la Península como un escenario turbulento y sin ley, un Far West medieval.


En un balance del Cid, el estudioso afirma que “no cambió la historia con mayúscula pero sí la historia cultural. Poco después de su muerte cae su señorío de Valencia, no consigue crear un señorío permanente, aunque su sangre fluye por diversas dinastías europeas y se le ha llamado “hacedor de reyes”. Pero el Cantar cambió la historia de España y el personaje ha acabado convertido en un mito que se va revisando y reinterpretando con el tiempo. Ahora está de moda con la novela de Pérez-Reverte y la serie que se prepara en Amazon Prime. Es un nuevo Cid, como el mío, para nuevos tiempos, pero eso no quiere decir que sea el definitivo o que ya esté todo dicho; la historia es una ciencia viva y el Cid tiene cabalgada para rato”.

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viernes, 25 de septiembre de 2020

sábado, 12 de septiembre de 2020