Hermano caballo
Tan arraigada estaba
en España la crueldad que aún hoy no hemos conseguido erradicarla
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Pertenezco a esa generación que cuando le decía a una
madre que quería un perro, ella contestaba sin rodeos: "Bastante tengo con
vosotros". Nosotros. En cuatro palabras eras informado de que no, de que
nunca, de que tu vida no era una serie americana y de que siendo niña
integrante de una familia numerosa te podías poner a la cola para que se te
comprara, ¿un perro?, vamos, anda: una trenca. Pertenezco a esa generación que
aún veía a los gatos como bichos salvajes, habitantes de la intemperie,
visitantes furtivos de los patios a los que acudían para comer las sobras a
cambio de acabar con los ratones de las cambras, de los sobrados. Pertenezco a
esa generación de niñas que, aun estremecida por la crueldad de los mozos con
los toros embolaos,
había sido educada para observar sin juzgar la brutalidad de los hombres y de
los aprendices de hombres. Las niñas veíamos el deplorable espectáculo desde
los balcones y, por fortuna, se nos permitía tener piedad y ser cobardes. La
valentía del bruto, menuda patochada. Pertenezco a esa generación de criaturas
que ha visto pegarle una patada a una perra preñada con total naturalidad para
echarla de un bar en el que había entrado en busca de su dueño, que aun
tratándola mal obtenía de ella una lealtad humillada. Esa crueldad hacia los animales no era algo aislado, entraba en
el catálogo de maltrato a los más débiles, del abuso del fuerte al que no puede
ni tiene derecho a defenderse. Y ahí entraban los niños, las mujeres, los
tonticos del pueblo, los chicos torpes. No puedo quejarme de haber tenido una
infancia dura, muy al contrario, disfruté de una libertad de la que ahora la
mayoría de los niños carecen, pero como niña sensible y observadora que era
padecía con esas muestras de crueldad con el débil que en España eran entonces
habituales.
Pero los niños no contemplan la posibilidad de que la
vida pueda cambiar; los que nos criamos en un pueblo o en el campo jamás
hubiéramos imaginado que se hablaría de los derechos de los animales a una vida
digna. En España esa consideración hacia nuestros hermanos de otras especies
nos ha pillado por sorpresa y con muchos deberes por hacer, porque parte de
nuestras fiestas populares estaban basadas en demostrar la victoria del hombre
contra el animal. La manifestación de la masculinidad, exaltada por el alcohol,
encontraba y encuentra su momento cumbre en esa lucha desigual. A veces me
pregunto cómo y por qué fuimos cambiando aquellos que crecimos presenciando
escenas tan crueles; para algunos, entre los que me incluyo, la no aceptación
de esas execrables tradiciones formó parte de un cambio de mentalidad que
entendía que la burricie estaba reñida con el progreso. Es posible que el hecho
de salir a Europa nos diera la medida de cómo se trataba a los animales en
otros países, sin duda más avanzados. La devoción de los ingleses por sus
perros o gatos, que en un principio se nos antojaba ridícula y propia de
mujeres locas y hombres solitarios, se nos iba presentando como algo habitual
en otros países cercanos. Detrás de cada ventana de Ámsterdam, hay un gato
observando, tan hogareño como atento a la caza de ese ratón que presentará a
los pies de sus dueños al final de su jornada laboral.
Tan arraigada estaba en España la crueldad que aún hoy
no hemos conseguido erradicarla. Hay quien se pone fino con el debate y afirma que
los animales no tienen derechos por cuanto carecen de deberes. Retorcimientos
retóricos para no admitir lo simple: el animal no tiene por qué ser víctima de
nuestros abusos. Nuestros abusos son consecuencia de un atraso. Una juez de
Palma ha condenado al dueño de un caballo a
ocho meses de cárcel por la paliza mortal que este le propinó tras los malos
resultados del animal en una competición. Bien está. No es que dicha condena
sea ejemplar es que debiera ser lo habitual para quien tortura y mata.
Late ahora mismo en el ambiente una reacción enconada
contra los que consideran que el amor desmedido hacia los animales puede
transformarse en desconsideración hacia las personas. Reconozco que la
cursilería hacia los perros y los gatos, tratándolos como si fueran bebés, me
da cierta grima, también esa idea tan facebookianade tomar a los
animales salvajes como peluches inofensivos me irrita. Entiendo que humanizar a
un perro o a un gato a nuestro capricho lleva consigo robarle dignidad a su
naturaleza, que se mueve por códigos muy distintos a los nuestros.
Aplaudo la cárcel para el asesino del caballo. Habrá un día en que en los
colegios de Tordesillas los niños serán informados de lo brutales que fueron sus antepasados. Espero verlo.
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