Estamos asistiendo en España a unos horribles asesinatos a sangre fría, con unas técnicas más propias de la Edad Media ( martillazos, hachazos, etc.) que de los tiempos que vivimos, supuestamente más comedidos y dialogantes, que dejan un rastro de terror y de sangre, y que nos sirven de aviso: en cualquier momento podemos caer fulminados y relegados al olvido por algún asesino caprichoso desconocido.
No existe criatura más temible que el criminal antojadizo cuya conducta ni tiene lógica ni sigue un método establecido. Cuando nos enteramos de actos violentos que parecen ocurridos al azar o que son totalmente gratuitos nos invade un sentimiento especial de pánico y de confusión. Inmediatamente tratamos de buscar una explicación de lo sucedido, la causa, el posible argumento, el contexto. Y nos sentimos reconfortados si, como ocurre al final de las fábulas de Esopo, el comportamiento incomprensible es parte de una trama, tiene algún sentido. Por eso, si los medios de información anuncian que el culpable es un enajenado con ideas delirantes de persecución o de grandeza, nos agarramos con alivio a la enfermedad mental como si fuese la Piedra Roseta que nos ayuda a entender finalmente la inexplicable tragedia.
No es nada nuevo atribuir los fallos morales a trastornos mentales. Muchos piensan que las personas que cometen atrocidades no tienen más remedio que haber perdido la razón, deben estar locas. Precisamente, a los ojos de los medios de información y de Hollywood, el enfermo psiquiátrico se ha convertido en el actor ideal de los crímenes más crueles y espectaculares que se escenifican cada día en noticiarios y en películas.
El problema es que esos estereotipos negativos, basados en una premisa falsa, marcan con un estigma indeleble a los hombres y mujeres que sufren estas dolencias, y a sus familiares.
El miedo de la peligrosidad del enfermo mental es el factor que más contribuye a su discriminación y a su rechazo social.
La verdad es que la gran mayoría de las personas que sufren enfermedades mentales no son violentas. De hecho, con mucha más frecuencia son víctimas de la violencia que autores de ella. Otra verdad es que para muchos incapacitados el mundo de los normales es una auténtica jungla amenazante plagada de aves de rapiña. No hay más que mirar a los millares de enfermos desamparados y sin techo que deambulan por nuestras calles para darnos cuenta de la arriesgada situación de abandono en la que se encuentran.
Los verdaderos protagonistas de las agresiones malignas no son producto de la locura, sino consecuencia de la maldad. Se trata de hombres y mujeres rabiosamente insatisfechos, resentidos, desmoralizados e incapaces de sentir culpa o remordimiento. Matan y no sienten nada. Superficiales y locuaces, son expertos en la evasión y en el engaño. Crónicamente hastiados, buscan experiencias destructivas que les distraigan momentáneamente del vacío y de la banalidad de sus vidas, mientras persiguen sin descanso el dominio narcisista a través de la explotación y el sufrimiento de otros. Alienados desconectados, sin lazos ni ataduras con nada ni nadie, terminan sus vidas absurdas de odio con una muerte violenta.
El drama sangriento de estas personas nos muestra lo que le sucede al ser humano cuando no desarrolla durante su infancia el aprecio por la existencia, la compasión hacia el dolor ajeno y la empatía, esa cualidad que nos permite situarnos genuinamente, con afecto y comprensión, en las circunstancias de nuestros compañeros de vida.
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