Xerardo Estévez es arquitecto.
EL PAÍS - Opinión - 13-04-2005
Ahora, y no antes, cuando audaces promotores de ladrillo, propietarios de suelo y administraciones liberalizadoras se concertaron para hacer realidad la canción "viviendo en mi casita de papel".
Ahora que un satélite del Instituto Geográfico Nacional observó desde las alturas el hormigonado de buena parte de la costa y el entorno de las ciudades, suenan las alarmas ante el estropicio ocasionado en nuestra geografía en los últimos años. En sólo una década, el suelo urbanizado ha aumentado en un 25 por ciento, y en algunas comunidades llega al 50 por ciento; un tercio de la costa mediterránea está cementado, datos éstos que contrastan con un crecimiento de la población cuatro veces inferior al de la superficie edificada. Ahora suenan las alarmas, y no antes, cuando se podían haber armonizado economía y urbanismo; lo imposible es hacerlo con el velocímetro a más de setecientas mil viviendas por año, que ha convertido a España en el país de Jauja del alojamiento. A título de referencia, cabe mencionar que si hace dos años el número de viviendas construidas en España superó al total de Francia y Alemania, que nos duplicaban en población, hoy ya pasamos a Francia, Alemania e Italia juntas. Así hemos llegado a disponer de un parque de viviendas desocupadas de en torno a tres millones. Ésa puede llegar a ser la ciudad de las persianas bajas, donde todos son propietarios, pero hay pocos vecinos.
Ahora, y no antes, cuando audaces promotores de ladrillo, propietarios de suelo y administraciones liberalizadoras se concertaron para hacer realidad la canción "viviendo en mi casita de papel". A cambio de este anhelo, la juventud de este país se encuentra atrapada en lo mejor de la vida con un esfuerzo financiero insostenible -nada menos que el 57 por ciento del salario medio bruto, según el Banco de España- que le impide el acceso a otras tareas de la cultura, el ocio y el intercambio, colocándole ante los ojos una proposición perversa: tomar prestado dinero barato, con las consiguientes deducciones por la compra del piso, para concurrir en un mercado netamente alcista, entre otras razones, porque la vivienda protegida cayó 17 puntos en menos de diez años.
Al hilo de esta pasión inmobiliaria y este esfuerzo individual, parece oportuno traer a colación las advertencias de las instituciones financieras mundiales sobre el peso excesivo en el PIB de un sector que empieza a dar señales de cansancio, debido a que la demanda extranjera de segunda residencia reclama ya una buena práctica urbanística. Por ello, más valdría que el flamante Ministerio de Vivienda, en vez de marcar como objetivo la contención de precios, labor que no puede realizar por la escasez de competencias, se dedicara a desarrollar programas de vivienda protegida concertados con las ciudades y a la promoción de la calidad arquitectónica, y dejara al ministerio competente el impulso de una economía más sostenible, con una representación equilibrada del sector construcción.
Se impone repensar adónde conduce esta pauta, más que modelo, cuyo paradigma son los llamados PAU, basados en la ilimitada proliferación de inmuebles rodeados de inmensos espacios públicos, que no lugares, donde es difícil encontrar y conocer al vecino de enfrente, y que en muchos casos llevan consigo la destrucción del entorno medioambiental para luego reconstruirlo con planes y programas específicos. Conviene tener en cuenta que los costes de mantenimiento y servicios de las nuevas calles, plazas y jardines, así como los de reparación de los errores ocasionados por este patrón de crecimiento extensivo y fragmentario, suelen gravitar sobre las administraciones públicas, que tienen que acometer a posteriori costosas infraestructuras y equipamientos y que no van a seguir disponiendo indefinidamente de los fondos europeos que tanto han dado de sí. ¿Quién le echa las cuentas a todo esto? ¿Quién se hace responsable de las repercusiones económicas de tal euforia constructora?
En el terreno práctico, vale la pena destacar, sin el menor atisbo de nostalgia de un jacobinismo pasado, el enredo legislativo en que nos encontramos sumidos entre tanta sentencia y normativa en permanente cambio. Confusión que culmina con el duro golpe que la reforma de la Ley del Suelo de 1998 propina a la concepción de la ciudad cuando, creyendo que una oferta masiva de suelo conseguiría controlar el precio de la vivienda, suprime el principio organizador del planeamiento, al dictaminar que todo suelo que no es protegible debe ponerse a disposición para ser urbanizado. Justamente ha sucedido lo contrario: nunca se ha construido tanto y el precio nunca había alcanzado tales cotas de escándalo.
Los legisladores autonómicos, cada uno a su manera, han ido desarrollando de forma minuciosa un rosario de articulados, con estándares y parámetros de todo tipo que, en el fondo, han ido esquinando el planeamiento, de forma y manera que hoy las ciudades se diseñan más con leyes y reglamentos que con planos.
Especialistas prestigiosos llegan incluso a proponer la desaparición del trámite de avance, única oportunidad para dar a conocer en un documento previo la articulación conceptual entre lo público y lo privado. Suprimirlo equivaldría a decir adiós a la compresión o la filosofía urbana de cada plan general. La ciudad como conjunto dejará de tener sentido y se verá reducida a un monopoly de interés exclusivamente inmobiliario, donde cada uno va a lo suyo, mientras la convivencia se diluye al carecer de una educación ciudadana, y se extiende la sospecha ante una administración local que dedica sus mayores esfuerzos al crecimiento masivo y no al desarrollo sostenible. El urbanismo pasará de ser la ciencia, la técnica y el arte de hacer bien la ciudad a convertirse en instrumento al servicio exclusivo del negocio, con unos profesionales de los que se espera que vayan por detrás, con el lápiz o la herramienta de CAD, sin hacer mucho ruido. Y, mientras tanto, el ciudadano de a pie, sumido en estas presiones, se tiene que dedicar fundamentalmente a la cuantificación de las superficies que compra, de las fisuras y humedades de su edificio, sin poder entrar en la calidad y la racionalidad de la actividad constructiva.
Ahora, gracias al satélite que divisó el ladrillo, resulta evidente que hace falta una mirada hacia atrás, una reflexión que parta de la premisa de que ni la economía ni el planeamiento por sí solos son capaces de resolver el problema del desarrollo urbano. Una vez más, hay que afirmar que el equilibrio es fundamental y que la práctica exige poner sobre la mesa todos los vectores. Mientras alguna comunidad autónoma ha llegado a descatalogar por vía de ley parques naturales para hacerlos edificables, la Conselleria de Política Territorial de la Generalitat de Cataluña propone que paisaje, arquitectura, economía, suelo, infraestructuras, viviendas, mantenimiento, gestión, sean entendidos como un todo. Para ello es imprescindible que estas variables se articulen territorialmente mediante los planes, las infraestructuras y una nueva organización administrativa, políticamente con la gobernación y económicamente con una evaluación seria de las repercusiones del crecimiento.
Y no se trata sólo de un problema de sostenibilidad, sino también de pensar que el legado de nuestra época no alcanzará la consideración de patrimonio, como aconteció de hecho con la ciudad construida hasta la mitad del siglo pasado. En este aspecto, estamos rompiendo con el sentido de la tradición, que en última instancia significa transmisión, y que supone, junto con la innovación, el pas de deux del crecimiento de la ciudad del futuro.