Apenas faltan tres semanas para que los fumadores, por el peso de la ley, pasen a ser delincuentes sociales en España. En las Naciones Unidas ya no admiten a trabajadores que fumen; imagino que consideran que los fumadores son seres incapacitados, dependientes de un innombrable vicio, gentes sospechosas de moralidad dudosa. En los países obsesionados con la salud y que han entronizado el culto al cuerpo, fumar se ha convertido en un factor discriminatorio mayor que el que puede ofrecer la religión. Habrá incluso quien prefiera como compañero de trabajo a un no fumador corrupto que a un licenciado con idiomas que fume. Un fumador aporta gran peligro: es un terrorista de la salud y un suicida -cuando no asesino- en potencia.
Ésta es la cuestión: lo socialmente correcto será hacerle la vida imposible a quien se atreva a fumar. Por su propio bien habrá que boicotearlos, ningunearlos, marginarlos hasta expulsarlos de la comunidad como quien se sacude las pulgas o los mosquitos. Todo va a estar permitido para que los fumadores vayan por el camino del bien: se les sacará de las oficinas, los bares y restaurantes, y se les relegará a la calle. Allí serán mirados como apestados y parias hasta que también se les eche de la calle. Ningún derecho asistirá al que persista en fumar desde el 1 de enero. Cualquier ciudadano podrá -¿deberá?- delatarles, marginarles, hasta que reconozcan su gran pecado contra la salud, la vida y el "todos a una, Fuenteovejuna".
Ante tal panorama, nada más normal que los fumadores sepan que tienen los días contados y eso, incluso, les alegre el porvenir: ¡por fin dejarán de fumar! Y ésta sería la moraleja de la historia: nada mejor que una prohibición universal para enderezar a los irresponsables individualistas. He aquí la tremenda fuerza de la sociedad a través de las leyes actuales: hacer que ciertas libertades mal entendidas, como fumar, sean reconocidas como puro libertinaje. ¡Viva la represión! En nombre de la sociedad laica, científicamente correcta, no hay que dejar que los individuos pequen aunque sea lo que ellos elijan.
Sorprenden muchas cosas de esta situación, nueva entre nosotros. ¿Por qué no se hizo antes? ¿Por qué el tabaco no comenzó a ser malo para la salud hasta hace muy poco? ¿Por qué fumar llegó a ser, en determinados momentos, signo de prestigio y de libertad? Si nos equivocamos tanto con el malsano vicio del tabaco, ¿no estaremos hoy equivocándonos en otras muchas cosas? ¿Y si el uso desaforado del teléfono móvil tiene repercusiones en el cerebro de la gente? ¿Por qué prohibir fumar y no acabar con la contaminación de las ciudades, que también pulveriza los pulmones?
Se elimina a los fumadores y se les confina a la situación de viciosos solitarios. Muy bien: esa fuerza legal existe. La salud puede imponerse como obligación. ¿Son peores los fumadores que todos los que se dedican, cada día, in crescendo, a lanzar exabruptos e insultar a los demás, cosa que denota, al menos, un desequilibrio mental o un estrés pernicioso? ¿Quién fomenta y paga tanto insulto? ¿Será que insultan porque han dejado de fumar y están con mono? ¿Por qué tanta manga ancha con esta bazofia verbal que aniquila el cerebro y tan poca con el humo que atrofia los pulmones?
Puestos a imaginar que la ley antitabaco triunfa -algo hará, desde luego, aparte de convertir a cada ciudadano en policía antihumo-, se salvarán muchas vidas, desde luego; más gente llegará a vieja. Magnífico. ¿Se pondrá el mismo empeño en que esos viejecitos rescatados del mal vivan una vida digna? ¿Lamentaremos entonces los impuestos que el Estado deja de ingresar por el tabaco? ¿Acaso se les reprochará a esos ex fumadores haberlo sido y se les dejará tirados? ¿Cuántos viejos viven ya como si fueran fumadores marginados sin haber fumado un cigarrillo en su vida? La nueva ley creará nuevos delincuentes sociales -los fumadores-, pero su debilidad es la arbitrariedad en haberles escogido a ellos, precisamente. MARGARITA RIVIÈRE. EL PAÍS - 11-12-2005