martes, 20 de diciembre de 2005

El superviviente


Las más difíciles historias de amor son las historias de amor conyugal. Es muy fácil vivir una relación amorosa inolvidable si esa historia dura poco y transcurre en algún país lejano, sin testigos incómodos ni paisajes rutinarios que la ensucien. Es muy fácil una historia de amor en una habitación de hotel de una ciudad que apenas conocemos. Pero lo endiablado, lo casi imposible, es vivir una larga historia de amor que esté sometida al tedio de la vida familiar y que transcurra siempre entre las mismas paredes, una historia de amor que tenga que sobrevivir al lento deterioro de la convivencia diaria, una historia de amor que perdure entre las peleas de los niños y las facturas que nadie sabe muy bien cómo se van a pagar. Y más difícil aún es que esa historia de amor resista la muerte del primer hijo cuando éste sólo tenía tres años. Si ocurre algo así, nadie suele aceptar que le ha tocado sufrir la peor desgracia que nos puede suceder. Los sucesos trágicos que tienen culpables, o cuando menos un lejano responsable, parecen obedecer a una causa lógica y no a un simple capricho cruel de la fatalidad, y por eso nos tranquiliza o como mínimo nos consuela buscar a ese culpable. En cambio, los sucesos trágicos que no tienen un culpable aparente nos dejan sumidos en una furiosa desesperación. Eso explica que cada uno de los miembros de una pareja, destrozado por el dolor de la muerte de un hijo, empiece a culpar al otro de haber posibilitado de alguna manera aquella muerte. Por supuesto que es una reacción absurda e irracional, pero también comprensible.
El filósofo Julián Marías enviudó en 1977 y desde entonces se consideró un superviviente. Siempre decía que la pérdida de su mujer, Dolores Franco, fue lo peor que le había pasado, y eso que muchos años antes había tenido que sufrir la pérdida de su hijo mayor, Julianín, y mucho antes aún había sido encarcelado por haber defendido a la República durante la guerra civil, lo que le supuso la prohibición permanente de enseñar en la Universidad. A todas estas cosas se sobrepuso Julián Marías con dignidad, con humor y con coraje. Pero la pérdida de su mujer fue algo de lo que no se recuperó jamás. Desde entonces siguió escribiendo sus libros que demostraban que era el último representante de la mejor tradición liberal que ha habido en España. Siguió escribiendo sus magníficas crónicas de cine. Siguió leyendo sus amadas novelas de Simenon. Siguió rezando a solas, que acaso sea la única manera posible de rezar. Siguió escribiendo sus "terceras" de Abc. Siguió conversando con sus amigos. Pero seguía echando de menos a su mujer. Y la historia de amor continuó hasta ayer, cuando murió a los 91 años.
Los verdaderos liberales como Julián Marías son incómodos. No se alinean con ninguna corriente dominante. No son sectarios. No son dogmáticos. Critican por igual a unos y a otros. Y saben que en las opciones de los demás, por opuestas que sean, siempre hay una parte de razón. Durante toda su vida, Julián Marías fue fiel a sus ideas. Y su historia de amor con el pensamiento fue tan larga y tan fructífera –y por qué no decirlo, tan asombrosa– como lo fue su historia de amor conyugal. Eduardo jordá

domingo, 11 de diciembre de 2005

Humo y libertinaje

Apenas faltan tres semanas para que los fumadores, por el peso de la ley, pasen a ser delincuentes sociales en España. En las Naciones Unidas ya no admiten a trabajadores que fumen; imagino que consideran que los fumadores son seres incapacitados, dependientes de un innombrable vicio, gentes sospechosas de moralidad dudosa. En los países obsesionados con la salud y que han entronizado el culto al cuerpo, fumar se ha convertido en un factor discriminatorio mayor que el que puede ofrecer la religión. Habrá incluso quien prefiera como compañero de trabajo a un no fumador corrupto que a un licenciado con idiomas que fume. Un fumador aporta gran peligro: es un terrorista de la salud y un suicida -cuando no asesino- en potencia.
Ésta es la cuestión: lo socialmente correcto será hacerle la vida imposible a quien se atreva a fumar. Por su propio bien habrá que boicotearlos, ningunearlos, marginarlos hasta expulsarlos de la comunidad como quien se sacude las pulgas o los mosquitos. Todo va a estar permitido para que los fumadores vayan por el camino del bien: se les sacará de las oficinas, los bares y restaurantes, y se les relegará a la calle. Allí serán mirados como apestados y parias hasta que también se les eche de la calle. Ningún derecho asistirá al que persista en fumar desde el 1 de enero. Cualquier ciudadano podrá -¿deberá?- delatarles, marginarles, hasta que reconozcan su gran pecado contra la salud, la vida y el "todos a una, Fuenteovejuna".
Ante tal panorama, nada más normal que los fumadores sepan que tienen los días contados y eso, incluso, les alegre el porvenir: ¡por fin dejarán de fumar! Y ésta sería la moraleja de la historia: nada mejor que una prohibición universal para enderezar a los irresponsables individualistas. He aquí la tremenda fuerza de la sociedad a través de las leyes actuales: hacer que ciertas libertades mal entendidas, como fumar, sean reconocidas como puro libertinaje. ¡Viva la represión! En nombre de la sociedad laica, científicamente correcta, no hay que dejar que los individuos pequen aunque sea lo que ellos elijan.
Sorprenden muchas cosas de esta situación, nueva entre nosotros. ¿Por qué no se hizo antes? ¿Por qué el tabaco no comenzó a ser malo para la salud hasta hace muy poco? ¿Por qué fumar llegó a ser, en determinados momentos, signo de prestigio y de libertad? Si nos equivocamos tanto con el malsano vicio del tabaco, ¿no estaremos hoy equivocándonos en otras muchas cosas? ¿Y si el uso desaforado del teléfono móvil tiene repercusiones en el cerebro de la gente? ¿Por qué prohibir fumar y no acabar con la contaminación de las ciudades, que también pulveriza los pulmones?
Se elimina a los fumadores y se les confina a la situación de viciosos solitarios. Muy bien: esa fuerza legal existe. La salud puede imponerse como obligación. ¿Son peores los fumadores que todos los que se dedican, cada día, in crescendo, a lanzar exabruptos e insultar a los demás, cosa que denota, al menos, un desequilibrio mental o un estrés pernicioso? ¿Quién fomenta y paga tanto insulto? ¿Será que insultan porque han dejado de fumar y están con mono? ¿Por qué tanta manga ancha con esta bazofia verbal que aniquila el cerebro y tan poca con el humo que atrofia los pulmones?
Puestos a imaginar que la ley antitabaco triunfa -algo hará, desde luego, aparte de convertir a cada ciudadano en policía antihumo-, se salvarán muchas vidas, desde luego; más gente llegará a vieja. Magnífico. ¿Se pondrá el mismo empeño en que esos viejecitos rescatados del mal vivan una vida digna? ¿Lamentaremos entonces los impuestos que el Estado deja de ingresar por el tabaco? ¿Acaso se les reprochará a esos ex fumadores haberlo sido y se les dejará tirados? ¿Cuántos viejos viven ya como si fueran fumadores marginados sin haber fumado un cigarrillo en su vida? La nueva ley creará nuevos delincuentes sociales -los fumadores-, pero su debilidad es la arbitrariedad en haberles escogido a ellos, precisamente. MARGARITA RIVIÈRE. EL PAÍS - 11-12-2005
Volver al duende de los extravíos.

martes, 6 de diciembre de 2005

Informe España

INFORME DE AGENTE WCXPRESRP63 para la base de Ganímedes. Asunto: España.

1. La costumbre de manifestarse. Consideración previa: los españoles se caracterizan por gastarse un dineral en comprarse una casa para pasarse después el día en la calle. A veces se van de cañas, a veces se van de manifestación. Eso sí: son un pueblo ordenado. Las manifestaciones son por riguroso turno: en los años pares se manifiestan los españoles llamados rojos o pancarteros; en los impares se manifiestan los españoles llamados fachas o pancarteros, pasando en este caso los rojos a ser ex pancarteros.

"Para contar manifestantes, a unos les salen, en pesetas,
uno o dos millones; a otros les salen en euros".

El objetivo de la manifestación es ser mucha gente. Este concepto escapa al sistema métrico decimal y se resume en la idea "un millón". Con menos de "un millón", en España no eres nadie. La idea "millón" tiene un origen socioeconómico: en la memoria de los españoles consta que "un millón" es mucho dinero, y se asimila a que "mucha gente" es "un millón". Sucede que desde la introducción del euro, los españoles se hacen un lío contando manifestantes. A unos les salen, "en pesetas", muchos manifestantes, uno o dos millones. A otros les salen, "en euros", pocos manifestantes, apenas unos miles. Los periódicos y las televisiones pasan varios días, tras una manifestación, contando personas que ya no están. Examinan las calles vacías y, mediante cálculos complejos, llegan a resultados opuestos. Práctica sofisticada que escapa a nuestra civilización.

2. Causa de la manifestación. España está en peligro debido a un artefacto denominado 'Estatú'. Estoy intentando hacerme con los planos, porque todo el mundo habla del 'Estatú' como de un arma letal que, sugiero, podríamos utilizar contra nuestros vecinos de Ganímedes 2. Y que les den. Debo advertir, sin embargo, que la fabricación de 'Estatú' es bastante costosa: el gobierno catalán, propietario legal de 'Estatú', ha invertido dos años en construirlo. Y eso que ya tenían un 'Estatú'. Si llegan a partir de cero se pasan el milenio construyendo. Ahora, el Gobierno español tiene que desactivarlo. Es una práctica curiosa hispano-española: un gobierno fabrica 'estatús', otro gobierno los desactiva. En este caso, además, hay que desactivarlo con mucho arte, porque tiene que notarse la desactivación en toda España salvo en Cataluña, donde no debe notarse nada. El especialista encargado de la desactivación asimétrica responde a las siglas ZP, y sigue el método "Como sea".

3. Curiosidades. Especial protagonismo en esta trifulca tienen unos divertidos personajes de dibujos animados llamados Acebes y Zaplana. Se cuenta que fueron ministros. Si es verdad que lo fueron, ¡qué Gobierno divertido debió de ser! Acebes y Zaplana son como gremlins. Hay que seguir unas normas estrictas o se asilvestran. Especialmente, lejos del Gobierno se asilvestran muchísimo. Mucha gente les llama, coloquialmente, los pepemlins. Acebes y Zaplana tienen prisionero a un señor con barba que jura ser el líder de su partido, aunque no se le recuerda acción política alguna que lo justifique. El señor con barba más bien parece un administrador. Los pepemlins tienen como enemigo a un señor no muy alto, con poco pelo y regordete, llamado Carorrovira. Se trata de un personaje confuso. A unos les da miedo; a otros, risa.

Conclusión del informe: quiero volver a casa. Como en Ganímedes, en ningún lao. El País 4-12-05.