Fue el precursor del impresionismo. Sus paisajes y su interpretación de la naturaleza crearon escuela. Corot(1796-1875) el pintor que mereció el respeto de Monet o Van Gogh
Sin duda, Camille Corot es una de las figuras centrales de la pintura de paisaje del siglo XIX, que es lo mismo que decir que fue uno de los mayores protagonistas del género a través del cual se dieron las más enconadas batallas para la modernización del arte en este periodo. Ahora, para comprobarlo, se podrá visitar en el Museo Thyssen-Bornemisza, de Madrid, la exposición titulada Corot. Naturaleza, emoción, recuerdo, con 81 cuadros, que posteriormente será exhibida en el Palazzo dei Diamanti, de Ferrara.Vincent Pomaréde, conservador jefe del departamento de pintura del Museo del Louvre, es el comisario de la muestra de este célebre pintor francés, nacido en París el 17 de julio de 1796 y fallecido en esta misma ciudad el 22 de febrero de 1875, pocos meses antes de alcanzar la edad de 79 años. De naturaleza bondadosa, temperamento amable y espíritu en absoluto polémico, nada hubo, sin embargo, en la vida y la obra de Corot que indique perturbación, destemplanza o simple pugna. Nacido en el seno de una familia de clase media, de honestos comerciantes en paños, a los que la buena fortuna les convirtió en agraciados regentes de un comercio importante de modas, jamás conoció la amargura de la estrechez económica y tuvo el talento de acomodarse a las pequeñas contrariedades, que limó con la suavidad de su carácter. Así, supo resignarse a la voluntad paterna de hacer de él, según la tradición familiar, un buen comerciante en paños, a pesar de que relativamente pronto tuvo claro que quería ser pintor, pero, en vez de arrostrar un enfrentamiento directo con su familia, insistía en cada cumpleaños de su padre en obtener la aprobación para la que sentía como segura vocación. Lo consiguió en 1822, a los 26 años, una edad en principio tardía para iniciarse en el estudio artístico, pero fue una victoria sin dramas.
Afortunadamente, su vida fue lo suficientemente larga y su voluntad tan tenaz que no sólo vio logrado su propósito de dedicarse al arte por entero, sino que fue un prolífico pintor que sobrevivió a todas las modas y agitaciones de un siglo plagado de convulsiones. Inició su carrera artística, por ejemplo, cuando empezaba a triunfar el romanticismo, pero sobrevivió a este estilo, al realismo, al naturalismo y casi al impresionismo. Lo curioso es que sucesivamente fue respetado por los miembros de todos estos movimientos, aunque fuera, tal como afirmaba Charle Blanc, de la misma manera que les sucedía a las mujeres prudentes “que conservan en su guardarropa los trajes pasados de moda y, un buen día, debido a las variaciones del gusto, previstas o imprevistas, vuelven a estar de moda”. Es una manera, posiblemente un poco mezquina, de calificar la obstinación de un artista, aunque se tratase del hijo de unos costureros, pero ni este juicio de un crítico de la época, ni tampoco la muy usada apelación al respeto generado por su muy alta edad, que le granjeó el cariñoso mote de Père Corot, disminuyen la resistente calidad de su arte.
La consagración póstuma de Corot se debió a que fue considerado como un precursor del preimpresionismo y del impresionismo, lo cual, en parte, es cierto, pero, si se ahonda en su larga trayectoria, se descubre que, en el fondo, fue su asombrosa capacidad de síntesis la que le ha convertido en una figura perdurable. Discípulo de Michallon y Bertin, cuya concepción neoclásica del paisaje también estamos ahora apreciando cada vez más, los mimbres que configuraron el estilo de Corot fueron mucho más variados e interesantes. Embargado por el sentimiento romántico de instintivo amor por la naturaleza, Corot aunó la visión clasicista –ordenada– del paisaje con un gusto por la espontánea frescura de su vivencia, huyendo, al principio, de los motivos retóricos. Gracias a sus prolongadas estancias en Italia, donde estuvo en tres ocasiones: en 1825, en 1834 y en 1843, supo captar la fragancia luminosa del sur, que ya le acompañó siempre, aunque luego la filtrase con los fondos más grisáceos de su tierra natal, muy adecuada para sacar provecho a la profundidad y los matices del verde. Por otra parte, supo asimismo aprovechar la lección de los grandes maestros franceses del XVII, que también hicieron carrera en Italia, con Poussin y Lorena, pero no por ello dejó de prestar una inteligente atención a su casi contemporáneo Constable, otro paisajista de voluntad remachante y de extraordinaria sensibilidad para sacar lustre poético a los efectos luminosos del motivo más banal. Por último, el nada fatuo Corot supo aprender de todos, antiguos o contemporáneos, porque se sentía por igual a gusto con los paisajistas realistas de la Escuela de Barbizon como con los emergentes impresionistas, algunos de los cuales, como Berthe Morisot, fueron discípulos directos suyos, pero muchos de los mejores restantes, como Sisley, Monet o el mismísimo Van Gogh, hablaron de él con cariño y respeto.
La exposición que se presenta en Madrid es, en cierta manera, una prolongación reducida de la que se celebró en París y en Nueva York el año 1996, con motivo de la celebración del segundo centenario de su nacimiento, y, como ésta, pone de relieve la capacidad de Corot para la recreación de memoria de sus vivencias directas sobre el motivo que elaboraba a veces durante décadas. También en la que ahora se inaugura en el Museo Thyssen se ha destacado la muy relevante atención que este paisajista dedicó a la figura humana, a la que trató de todas las formas posibles, y no sólo como un detalle pintoresco integrado en un rincón natural característico. En este sentido, pintó campesinos, pero también ninfas desnudas, empleando en ambos casos la misma sabia mezcla de realismo y sentido poético. Aún más: también supo extraer toda la sensualidad de la mujer descansando en el rincón del refrescante interior doméstico. Era la antítesis del espíritu provocador y teatral de Courbet, pero su más delicado talante no se arrugaba ante el vigor de los detalles naturalistas, ante esos “primores de lo vulgar” que exaltaba literariamente nuestro Azorín.
Trabajador incansable por el puro gusto personal que le producía su oficio, la amplísima producción de Corot nunca muestra la fatiga del quehacer aburrido. Durante el más de medio siglo en que estuvo pintando sin interrupción, Corot varió de temas y estilo, aunque sin darnos jamás la sensación de falta de unidad, ni, menos, de insinceridad oportunista. Mantuvo siempre una cierta distancia ante el motivo, acercando lo más lejano, como si el cuerpo del paisaje estuviera siempre en el horizonte profundo.
Cierta vez, el pintor y escritor irlandés George Moore se encontró con el maestro abstraído frente a un caballete que parecía copiar el trozo de naturaleza que tenía delante, y de esta experiencia nos dejó un relato muy significativo: “Sólo vi a Corot una vez. Fue en uno de esos bosques de los alrededores de París adonde yo había ido a pintar. Me encontré allí por casualidad con un señor anciano sentado delante de su caballete en medio de un agradable claro. Después de haber admirado su trabajo, me atreví a decirle: ‘Maestro, lo que hace usted es encantador, pero no consigo encontrar en el paisaje que tenemos delante lo que veo en su composición’. Y él respondió: ‘Mi primer término se encuentra allá lejos’, y, en efecto, a unos 150 metros, su paisaje surgía entre las brumas de un vallecillo, extendiéndose más allá de donde alcanzaba la vista hasta un arroyo”. ¿No es acaso este mirar más allá de lo inmediatamente visible donde se fragua el aliento poético del paisaje? Hay un dato muy curioso en la evolución de Corot: durante su primera época, más atento a los efectos de la construcción y de la luz, cuando estaba embelesado por Italia, Corot componía en un formato horizontal, pero cuando, en la madurez, se dejó arrastrar por la vegetación exuberante de los bosques franceses, usó principalmente un formato vertical, siguiendo la línea de los árboles, y dando tonos plateados a los verdes, que destilaban brumas, con una atmósfera aterciopelada, como el marco de una ensoñación en la que cualquier aparición era posible.
Esta toma de distancia, que era tan espacial como temporal, confiere a los paisajes de Corot la impronta de una vivencia nostálgica, que se produce en medio del silencio. Esta paz bucólica, en la que, sin embargo, pueden pasar toda clase de historias, no se logra con el pie forzado de la fantasía, sino con la observación realista de los detalles. Lo que ocurre es que en Corot, por melodramática que pueda parecer la acción representada, no implica ruido: palpita con el viento, como las hojas de sus árboles o el estremecimiento ligero de la hierba.
“Me encuentro bien”, escribió Corot a un amigo en 1872, cuando andaba ya por los 76 años de edad, “trabajo como si tuviera 70 años…”. ¡Qué felicidad sacar esta ventaja a la existencia cuando la vida se torna tan apurada! ¡Se daba tiempo! Corot, desde luego, supo no precipitarse, sino, como dice el refrán castellano, estuvo en el estado de “verlas venir”. Aguantó la indiferencia pública y la incomprensión de la crítica sin resentimiento ni amarguras. Pintó lo que quiso pintar, y, al final, tan requeridos eran sus cuadros, que, poco antes de morir, no podía atender las peticiones de los marchantes y coleccionistas. Falleció, como se dice, “con las botas puestas” y con su taller vacío. Un buen final.
"Corot. Naturaleza, emoción, recuerdo" puede verse en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid a partir del próximo martes 7 de junio hasta el 11 de septiembre.
FRANCISCO CALVO SERRALLER
EL PAIS SEMANAL - 05-06-2005
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