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No entiendo
el desprecio de los escritores por los llamados libros de autoayuda; al fin y
al cabo, todo buen libro nos ayuda a algo: a no sentirnos sometidos, a vivir de
forma menos distraída, con suerte a entender alguna cosa, o simplemente a pasar
el rato; si no nos ayudaran los libros (o si no nos hiciéramos la ilusión de
que nos ayudan), ¿para qué los leeríamos? Miento. En realidad entiendo muy bien
el desprecio de los escritores por los libros de autoayuda: primero, por la
envidia que nos da que sus autores suelan forrarse escribiéndolos; y segundo
porque, igual que el énfasis en la verdad delata al mentiroso, el énfasis en lo
que ayuda delata a lo que estorba. Sea como sea, si alguna vez soy capaz de
escribir un libro de autoayuda, escribiré una apología de la siesta.
Ya lo sé:
para muchos la siesta sigue siendo una costumbre bárbara y ancestral, un
privilegio inútil de gente ociosa. Nada más lejos de la verdad, aunque yo
también tardé mucho tiempo en entenderlo.
De niño no
me explicaba por qué en casa, después de comer, mis padres declaraban la noche
en pleno día y cerraban la barraca, como si de golpe se hubieran cansado de
estar vivos. Más tarde, cuando era joven, feliz e indocumentado, la siesta se
convirtió para mí en la quintaesencia cochambrosa de lo español, un invento
carpetovetónico a medio camino entre el hidalgo hambriento del Lazarillo
y el castellano viejo de Larra (ninguno de los cuales, que yo recuerde, dormía
la siesta), falsedad avalada en teoría por el hecho de que la palabra “siesta”
era, al parecer, una de las dos que el español le había prestado al mundo (la
otra era “guerrilla”). Tuve que vivir en Estados Unidos para descubrir la
siesta; por supuesto, no lo hice porque allí la duerman, sino precisamente
porque no la duermen: por espíritu de contradicción (o, por decirlo de forma
menos distinguida, para joder). Fue entonces cuando descubrí la verdad, y es
que no se duerme la siesta por ganas de vivir menos, sino de vivir más: quien
no duerme la siesta sólo vive un día al día; quien la duerme, por lo menos dos:
despertarse es siempre empezar de nuevo, así que hay un día antes de la siesta
y otro después. (Escribo “por lo menos” porque recuerdo haber leído un artículo
de Néstor Luján donde contaba que hay gente que duerme o dormía hasta 6 o 7
siestas diarias). También descubrí que quienes no trabajan pueden permitirse el
lujo de saltarse la siesta, pero quienes trabajamos no: de Napoleón a Churchill,
de Leonardo a Einstein, todo el que curra de verdad duerme la siesta. Sé que
hay quien dice que la siesta le sienta mal, que se despierta de ella con dolor
de cabeza; la respuesta a tal objeción es la que me daba mi madre cuando yo se
la ponía: “Eso te pasa por no haber dormido lo suficiente”. ¿Cuánto es lo
suficiente? No se sabe. Las medidas son infinitas; las más extremas son la de
Cela y la de Dalí. La de Cela es eterna: la clásica siesta de pijama,
padrenuestro y orinal. La de Dalí es insignificante: se duerme con unas llaves
en la mano; cuando las llaves caen al suelo, se acabó la siesta: en ese
instante mínimo, uno se ha dormido. Las medidas, ya digo, son infinitas, y cada
uno debe encontrar la suya. Por lo demás, antes dije que uno duerme la siesta
para vivir más; no quise decir con más intensidad, o no sólo: hay estudios
serios –entre ellos uno de la Harvard School of Public Health– que demuestran
que la siesta reduce el riesgo de enfermedades coronarias. En el 24 de octubre
de 2012, The New York Times publicó un reportaje sobre Ikaria, una isla
griega poblada por gente que, según rezaba el título, “se había olvidado de
morir”; por supuesto, todos dormían la siesta.
Pero mi
libro de autoayuda no se limitará a ensalzar las virtudes prácticas de la siesta;
ante todo, será una vindicación moral de la siesta, una defensa de la siesta
como forma de insumisión, como manifiesto intransigente de rebeldía: igual que
Lucifer, el ángel rebelde, el héroe absoluto del espíritu de contradicción,
quien cierra la barraca en horario laboral dice No a todos y a todo (por
decirlo de forma menos distinguida: manda a la mierda el mundo en pleno día).
Ese ínfimo corte de mangas cotidiano quizá no cambie las cosas, pero produce un
placer indescriptible. Ya lo verán; ya lo estoy viendo: me voy a forrar.
elpaissemanal@elpais.es
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