jueves, 14 de julio de 2005

La hora de mostrar el cuerpo

"También, debemos recordar una idea fundamental y muy fácil de comprender: hay que hacer ejercicio y, si es necesario, debemos acudir a un experto en nutrición, pero, además, hay que cuidar el ámbito intelectual y el de los afectos: hay que leer, hay que estudiar, hay que pensar y hay que amar".

Enseña el ombligo! Perdón, no lo digo yo, nos lo dice una marca de yogures. Desde hace tiempo estamos asistiendo a un bombardeo que no cesa: ¿adelgaza y reafirma tu abdomen! ¿Vientre firme en tres semanas! Además, nos enseñan «un programa de choque para una silueta perfecta» y, por otro lado, nos hablan de «correctores antienvejecimiento».

La explicación es sencilla: hay que lograr un cuerpo "perfecto" en muy poco tiempo; estamos en verano y tenemos que desnudarnos. Vamos a ser examinados por la mirada implacable de conocidos y de extraños. Tenemos que enfrentarnos a un juicio público y, también, a otro juez implacable: nuestra propia conciencia nos reprenderá si nos hemos descuidado, si hemos caído en la tentación. Lo advierten por todos los lados: la prueba del espejo y del traje de baño son especialmente duras.

No podemos escondernos, hay que desnudarse. No hay manera de tapar nuestros "defectos". Nuestro pecado de no cumplir con la sagrada norma de la estética dominante quedará en evidencia. El delito de haber infringido el código que prescribe sobre el aspecto físico será descubierto. Cuando se realice el análisis comparativo de nuestro cuerpo con el de los vecinos estaremos en evidencia.

La gran meta es, por tanto, conseguir un cuerpo delgado, firme, alto y joven. Para lograr ese sueño los recursos son múltiples, que nadie se queje: por una parte, usted puede hacer ejercicio físico (los gimnasios se llenan y los parques y paseos se ven invadidos por una procesión de corredores que, haciendo penitencia, sudando, quieren llegar a estar entre los elegidos: los que poseen un cuerpo presentable), los más perezosos tienen la cómoda opción de cremas y parches anticelulíticos; se puede recurrir a laxantes, a dietas con las que se adelgaza sin pasar hambre y a mil productos bajos en calorías: refrescos, galletas, mermeladas, embutidos sin grasa...; también existen aparatos que mueven nuestros músculos mientras nosotros permanecemos cómodamente sentados viendo la televisión y fajas que hacen el efecto de una sauna. Si los remedios anteriores no son suficientes y los recursos económicos lo permiten, siempre es posible acudir a una clínica estética para someterse a una liposucción o a un aumento de pecho. Si usted no tiene el cuerpo soñado, el cuerpo que aparece en las páginas de las revistas, la culpa es suya: no se ha esforzado, ha incumplido la norma. El discurso estético imperante es cruel.

Detrás de ese discurso hay muchísimos intereses económicos. Que nadie lo dude, que nadie se engañe, a la maquinaria comercial no le interesa nuestro bienestar, sólo piensa en el negocio. Así, por un lado, nos anima a consumir mil productos que rompen con el ideal de una dieta equilibrada (refrescos azucarados, bollería industrial, patatas fritas, etc.) y nos alienta a permanecer sentados frente al televisor, y, por otro, nos vende la fórmula para que bajemos los kilos que hemos cogido con esos productos. Mucha gente vive de la producción y venta de esos estímulos contradictorios.

Nuestra relación con el cuerpo ha cambiado. En épocas pasadas el cuerpo se tapaba; la moral dominante censuraba el desnudo. El pecado y el delito del escándalo público obligaban a esconder gran parte de nuestro cuerpo. El estímulo sexual era un peligro y las relaciones sexuales debían mantenerse ocultas. El goce erótico constituía un peligro para el alma y para el orden social. El poder religioso y el poder civil vigilaban. Se trataba de reprimir al individuo, y es sabido que la represión sexual se relaciona con la inhibición política e intelectual (W. Reich). En la sociedad actual, en la sociedad occidental, capitalista, de consumo de masas, secularizada, con libertad política y con pluralismo moral, se acaban las viejas prohibiciones respecto al cuerpo: lo podemos mostrar sin recato, podemos gozar de él. En la sociedad hedonista disfrutar del cuerpo es lo correcto. El narcisismo también está por todos los lados.

Pero la realidad no es tan sencilla, junto a la recobrada libertad para disponer de nuestro cuerpo, se alza una obligación social: el cuerpo debe ajustarse a un determinado canon estético. No vale cualquier cuerpo. El que no cumple con la norma social, el que no reúne las medidas, el que tiene que recurrir a 'tallas especiales' es señalado con cierto desprecio o compasión. En muchas ocasiones, la libertad, la pluralidad y el respeto al cuerpo "diferente" no se encuentra. La presión para dar la talla, para mostrar el vientre plano es muy fuerte. La obesidad se convierte en un estigma social.

En la sociedad de la apariencia, el individuo que logra presentarse ante los demás con la silueta prescrita por la norma social no sólo tendrá una mayor atractivo sexual, sino que en el conjunto de las relaciones sociales será apreciado, envidiado, mirado con respecto. Su cuerpo habla por él: tiene éxito. Un buen cuerpo es un valor que se cotiza en el mercado de trabajo; en los procesos de selección de personal el aspecto físico cada día se tiene más en cuenta, y no sólo para los trabajos de cara al público (la discriminación laboral de personas obesas ya ha sido denunciada). Al mismo tiempo la sociedad cada vez es más intransigente con las personas gordas, con los bajos e incluso con los ancianos.

La represión del cuerpo por parte de los poderes se ha sustituido por la mirada acusadora de quienes nos observan cuando paseamos por la orilla de la playa y por la demoledora respuesta del dependiente de los grandes almacenes: «no tenemos talla para usted. Le aconsejo que vaya a una sección de tallas especiales». Nos hemos liberado de la represión del cuerpo y hemos caído en sacralizar lo físico. El cuidado del cuerpo ha derivado en culto, en adoración. El valor de la pureza del alma se ha sustituido por la pureza del cuerpo. Los santos a imitar son la modelo de la pasarela y el jugador de fútbol David Beckham; las virtudes que ellos representan son: las medidas perfectas, la potencia física, la belleza, la salud.

Aclaremos las cosas. Nadie discute que es bueno cuidar el cuerpo, lo contrario sería una estupidez. Si hacemos ejercicio y tenemos una dieta equilibrada estaremos más sanos. Atender a nuestra higiene es una pauta de comportamiento elemental. Preocuparnos por nuestro físico y por la imagen exterior que presentamos a los demás es algo natural: todos necesitamos ser aceptados, todos queremos gustar. El problema se encuentra en la medida. Por definición, el exceso es negativo. La obsesión por el físico es tan perjudicial como olvidarnos de su cuidado (la prueba más dramática aparece con los enfermos de anorexia y bulimia). También, debemos recordar una idea fundamental y muy fácil de comprender: hay que hacer ejercicio y, si es necesario, debemos acudir a un experto en nutrición, pero, además, hay que cuidar el ámbito intelectual y el de los afectos: hay que leer, hay que estudiar, hay que pensar y hay que amar. El sentido común también nos dice que debemos cuidar a nuestros amigos y preocuparnos por nuestros semejantes. Por supuesto, hay que prestar atención a los problemas sociales, políticos y económicos. Tampoco podemos olvidarnos del planeta que nos sostiene y que tan mal tratamos. En definitiva, está bien que cuidemos nuestra imagen externa, pero somos mucho más que un cuerpo. Es decir, uno puede ser guapo y a la vez idiota y egoísta.

JUAN CARLOS ZUBIETA IRÚN/TALLER DE SOCIOLOGÍA DE LA UNIVERSIDAD DE CANTABRIA


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